El consenso en torno a la democracia da por descontado su éxito, pero puede fracasar si no se trabaja por ella o se ignora la dimensión política y social de un sistema de gobierno regido por ideales y principios de convivencia y por normas que respondan al interés general. La democracia es un proceso y, como todo proceso, es dinámico, cambiante. En su viabilidad intervienen la cultura, la historia y los desafíos que plantean la vida social y el desarrollo humano. La educación y la ética son, por ello, pilares insustituibles.

Quienes ostentan cargos en el Ejecutivo, los congresistas y las cabezas de las principales instituciones del Estado tienen un nivel de responsabilidad mayor en llevarnos hacia esos ideales y ofrecer un proyecto de vida común. Sin embargo, lo que vivimos ahora en el Perú va en sentido contrario: en vez de dirigirnos hacia esos ideales, nos hacen ir en contra de ellos. En lugar de mantenerlos a la vista, les dan la espalda.

Hoy, la principal amenaza a la democracia no viene de un grupo de golpistas, sino de un grupo de oportunistas que ha convertido la vida pública en un espacio para la frivolidad, el abuso y la tontería. Ha quedado claro con que resultó irresistible a generales, alcaldes, jueces y personas con alguna relevancia profesional y capacidad de tomar decisiones. Si esto tiene ribetes tragicómicos, el drama lo pone la promulgación de leyes, mediante voto congresal y refrendo presidencial, claramente destinadas a favorecer a determinados congresistas, partidos políticos y economías ilegales, no obstante las alarmas que encienden la prensa y los expertos en las materias involucradas. Es tan evidente el favoritismo que me pregunto: cuando el Ejecutivo refrenda una norma que a todas luces busca librar de alguna investigación fiscal o de un delito a grupos o personas identificables, ¿piensa que está haciendo justicia y construyendo un sistema democrático más sólido y sano en beneficio de todos?

No deben extrañarse de la altísima desaprobación que han alcanzado ni de los desbordes de las últimas semanas; esta vez, junto con . Cuando la democracia se confunde con mediocridad y, peor aún, cuando se toma como oportunidad para actuar según conveniencias ilegítimas, se instala un camino directo al fracaso, el desorden y la pérdida de confianza en el futuro. Se abona el terreno a la violencia y a grupos radicales de derecha o de izquierda que alzan la cabeza pregonando insólitas medidas correctivas y salvadoras.

De todos los principios democráticos, hay uno que se deja extrañar sobremanera: hablar con claridad; es decir, comunicarse, discernir y argumentar. Si la presidenta tilda a la crítica y la discrepancia de comete un error mayúsculo, tuerce las palabras y ensaya ataques en lugar de preocuparse por dialogar. Además, ofende. Según ella, ¿quiénes son los terroristas? ¿La prensa? ¿Los medios de comunicación? ¿Los usuarios de las redes sociales? ¿Los jóvenes que crean y difunden memes tomándole el pelo a un ministro o a un congresista? Que la persona con más poder en el Perú use una expresión de ese calibre es peligroso. Pero, aunque la expresión es infeliz y opaca, hace evidente lo que piensa sobre el intercambio y el diálogo democrático, y trasluce cómo imagina a los peruanos que discrepan de su gobierno.

Del mismo modo, cuando oímos a congresistas hacer piruetas verbales para justificar el insustancial concepto de , mientras que, poco antes, de un plumazo, modificaron tipos penales y excluyeron graves delitos de una ley gracias al respaldo mayoritario de sus colegas y el beneplácito del Ejecutivo, entonces no hay que ser zahorí para anticipar el malestar y la indignación de una porción importante de peruanos y, lo que es peor, que una mayoría creciente termine por plantearse para qué sirve la ley.

*El Comercio abre sus páginas al intercambio de ideas y reflexiones. En este marco plural, el Diario no necesariamente coincide con las opiniones de los articulistas que las firman, aunque siempre las respeta.

Carlos Garatea Grau es exrector de la PUCP

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