Tan solo bastó lanzar una propuesta basada en la libertad para que aflorara el temor, la inseguridad. Las instituciones, presuntamente, nos dan seguridad o al menos deberían hacerlo.
Aún así, sostengo el planteamiento. La colegiatura forzosa en el caso del Colegio de Abogados de Lima (CAL) es un monopolio, un monopolio que hace muchos años ha fomentado la mediocridad.
Se supone que el Colegio de Abogados de Lima debería entregar, a mi juicio, dos funciones básicas a sus miembros: regulación profesional y la llamada defensa gremial. Ninguna de las dos se cumple en la actualidad. Hoy, el CAL se ha esforzado en convertirse en una suerte de para-Estado para los abogados, Estado fallido, por cierto.
Si bien, en puridad, sobre ética debería existir una tendencia a la autorregulación, por ahora, el CAL debería ser un espacio en el que se vele por la formación de los abogados en esta línea, y luego, se sancione a quienes actúen incorrectamente. Hay muchos campos grises que, en el ejercicio profesional, no nos hemos dado el tiempo de advertir ni menos reflexionar.
Sin perjuicio de lo antes señalado, el CAL debe funcionar también como un gremio. Representar los intereses de sus agremiados, defenderlos cuando haga falta. En ese sentido, el gremio debe, como tal, tener una posición en la reforma de la justicia, porque sino nadie lo recuerda y lo advierte. Oh, casualidad, el sistema está compuesto por abogados.
Dado el panorama de incumplimientos, ¿cuál es la razón de seguir colegiados, entonces? Si se paga por un servicio y este no se da, estamos regalando el dinero de la colegiatura. Algunos me dicen que no hay forma de controlar a los tinterillos, por lo que se justifica la existencia del CAL; yo les respondo: para eso está la Sunedu. Si alguien quiere verificar si un abogado lo es oficialmente, en cinco minutos puede averiguarlo.
Quienes me han criticado por la propuesta, me dicen también que el CAL es, históricamente, una institución fundamental. Eso, per se, no debería justificar su existencia. La realidad y los hechos no me dejarán mentir: no funciona. El CAL se ha convertido en una institución que solo existe, que tiene pasado, pero no cumple con su función (en realidad, no muchos saben cuál es su función).
Pero no satisfechos con esto, el CAL no solo no cumple su función, sino que ha ido, hace muchos años, más allá del límite. Cobraba por ceremonia de incorporación y también lo hacía por un curso de ética (que, de ética, solo tenía el nombre) como requisitos para colegiarse. Ambos declarados como barreras burocráticas, o sea, ilegales.
¿Por qué sucede esto? Porque el CAL tiene serios problemas de diseño, de gobierno interno, de sentido de propósito, de representatividad, de viabilidad; cualquier parecido con nuestra actual vivencia política es pura coincidencia.
Estas razones son las que me llevan a decir que, como está, el CAL no sirve. Y lo que no sirve o debe ser reformado o debe ser eliminado. Me extraña que, hablando entre abogados, me interpreten ‘a la literal’ y sostengan que la propuesta es contrainstitucional.
Algunos dirán que todo tiempo pasado fue mejor, que decanos los de antes y, bueno, ahí nos hemos quedado. El CAL se quedó en el pasado, en un ambiente sin regulación, sin proceso formativo serio, sin defensa del gremio, regalando condecoraciones y panetones en Navidad, y por si fuera poco, cobrando una suma sin ninguna justificación, o sea una suma sin justicia, situación que nos sume en una abierta contradicción. Por eso me ratifico, no más colegiatura.