¿Se han dado cuenta de que dejando de lado la parte comercial del fin de año, las etapas previas a la Navidad y el período entre la Nochebuena y el Año Nuevo son momentos en los que el tiempo parece detenerse? Cierto es que hay ajetreos y que la sociedad de consumo ha convertido el espacio en momentos de compra y venta, de tráfico vehicular y de mucha dinámica callejera y que coincide con un momento muy dramático de cierre de calendario laboral. Sin embargo, los espacios de Navidad y Año Nuevo son de los pocos espacios rituales que por un lado unen a la familia extendida, vinculan a los grupos y, ténganlo presente, nos conectan con nuestro pasado, pues recordamos sabores, aromas, emociones y vivencias del mismo ritual en años pasados. Por lo mismo, son de los pocos rituales colectivos en la sociedad moderna que unen generaciones, nuestro padres y abuelos celebraban a su manera en las mismas fechas algo parecido y, por lo tanto, estamos unidos por un mismo ritual.
Tenemos poco más de 300 mil años como especie en la Tierra y la verdad es que, de esa cantidad, solo tenemos registrado por medio de la escritura unos cinco mil años, es decir la gran mayoría de la historia de nuestra existencia como humanos se pierde en la noche de los tiempos, pero la evidencia arqueológica revela que desde muy temprano tuvimos rituales y los rituales nos mantuvieron unidos. Nos ayudaron a marcar el tiempo, a detenerlo, a sentir que teníamos control sobre un mundo incontrolable y, sobre todo, a entendernos como un colectivo. Por ponerlo como una metáfora, los rituales son una historia que, como sociedad, nos contamos a nosotros mismos. Y eso quería contarles que viví hace poco.
Había sido una temporada dura, como imagino para todos ustedes finalizando este complicado 2023, y decidí asistir a la misa por fin de año en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) como parte de una ceremonia tradicional a la que llamamos “fiesta de la luz” y es una oportunidad de reunir a la familia que trabaja en la universidad. El arzobispo Carlos Castillo dirigió una hermosa ceremonia que era alegrada por la presencia de muchas familias con niños pequeñitos y bebes. Es precisamente en este ambiente en que el padre Carlos nos refirió que en la Biblia se nos muestra que, en los tiempos de crisis, Dios hacía que naciera un bebe que traía esperanza como el que llegó en la Navidad que celebramos.
Durante la comunión ocurrió algo imprevisto, las hostias se acabaron y, sin embargo, la fila de los devotos era extremadamente larga. El padre Carlos decidió ofrecer de la copa sorbos de vino a los fieles que felices se acercaban a la comunión. Pero la asistencia era grande, era un evento familiar y realmente las filas crecían y el vino se acababa. Rápidamente el arzobispo pidió agua bendita que fue colocando en la frente de los fieles uno a uno y al terminar, se dio cuenta de que al fondo del coliseo había personas mayores o con desafío para caminar, por lo que decidió avanzar hacia el fondo del recinto para también hacerles llegar la bendición del agua en la frente. Cuando volvió hacia la zona en la que estaba instalado el altar, caminó entre nosotros que lo recibimos con una ovación y unos aplausos dignos de una estrella deportiva, admirábamos su voluntad de hacernos sentir bien a todos. El padre Castillo no podía ocultar su timidez y esa sonrisa dulce que siempre lo ha caracterizado desde cuando nos deslumbraba en las aulas universitarias con su inteligencia y empatía.
Cuando el rector Carlos Garatea tomó la palabra, nos compartió su alegría por ver cómo la familia universitaria crecía con la presencia de tantos niños que daban un ambiente realmente de fiesta a la ceremonia. También nos hizo ver cómo el arzobispo junto con los sacerdotes que habían oficiado la misa habían encontrado una forma creativa y cariñosa de solucionar el hecho de que las hostias se hubieran acabado. Este espíritu de comunión llevó al rector a sugerirnos que viéramos siempre la forma creativa y comprometida con la sociedad para enfrentar los desafíos que ya en el Perú son parte de nuestra cultura.
Que en el 2024 desaprendamos muchas cosas y reaprendamos las cosas que sabíamos de niños. Que, como niños y niñas, recuperemos una actitud curiosa y creativa, de juego y sonrisa y no de prejuicio y crítica. Que nos fascine el mundo que siempre se descubre y no lo discriminemos. Que recordemos que cuando muy pequeños aprendimos a caminar sin miedo al “qué dirán”, sin miedo al fracaso, sin miedo a los intentos y sabiendo que siempre lo que viene es aún mejor. ¡Feliz 2024! Sigamos aprendiendo a caminar con una sonrisa.