El jueves de la semana pasada el escritor cubano falleció en su casa en Madrid. Tenía 80 años, una enfermedad degenerativa que iba ganando terreno rápidamente y un sueño de más de seis décadas por el que trabajó sin descanso: ver a su país libre. No lo consiguió, pero eso, por supuesto, no quiere decir que fuera derrotado. Su voz fue una espina permanente en el talón de la tiranía castrista, esa que –como han contado e en dos bellísimos artículos publicados en este Diario– solía gastarse calificándolo de “asesino”, “terrorista” o “agente de la CIA” en sus desesperados intentos por intimidarlo o, cuando menos, desprestigiarlo.

Pero Carlos Alberto no estaba solo (aunque a veces, demasiadas veces, lo pareciera). Su esperanza fue la misma que millones de cubanos en los últimos 64 años compartieron y siguen compartiendo. La de aquellos que fueron fusilados o ejecutados por la Revolución Cubana (que la ONG Cuban Archive calcula ), la de los numerosos desaparecidos, la de los miles que estuvieron presos por sus posturas políticas y murieron en prisión, la de los cientos de miles que murieron tratando de escapar del infierno que y sus esbirros subieron a la isla, entre tantos, tantísimos otros, cuyos nombres nunca conoceremos, pero cuya ilusión de una Cuba libre sigue vigente.

Un día después de la muerte de Carlos Alberto, la dictadura de en –que en cuestiones de persecución a los opositores políticos, ejecuciones extrajudiciales y fomento de un exilio masivo no tiene nada que envidiarle a su par cubana– inhabilitaba electoralmente a por 15 años. María Corina –por si hace falta presentarla a estas alturas– es una de las políticas más valientes de Venezuela que lleva años plantándole cara (muchas veces literalmente) a la dictadura implantada por y continuada por Maduro. Y es, según las encuestas, la candidata entre las filas de la oposición de cara a las elecciones presidenciales que, en teoría (cuando se habla de plazos legales en Venezuela siempre hay que hablar sobre supuestos, pues el chavismo suele cambiarlos a su antojo), se celebrarán el próximo año.

María Corina es, además, la última de una nutrida lista de opositores con gran tracción entre el electorado venezolano que han sido tachados por el régimen, uno a uno. El excandidato presidencial Henrique Capriles, por ejemplo, fue también inhabilitado en el 2017 luego de que la contraloría –que ha sido incapaz de detectar uno solo de los miles de millones de dólares que los que dirigen el país se han robado en las últimas décadas– le adjudicara supuestas irregularidades cometidas durante su etapa como gobernador del estado de Miranda, al norte de Venezuela. Algo similar ocurrió con Juan Guaidó, que fue inhabilitado también por la misma entidad por supuestamente no presentar una declaración jurada de patrimonio. A ambos se suma , quien hace dos años logró la hazaña de ganar la gobernación de Barinas –nada menos que el estado donde nació Hugo Chávez– y que fue despojado de su cargo por el Tribunal Supremo al servicio de la dictadura que, en un acto de desesperación, ordenó repetir los comicios solo para que el chavismo tiempo después.

Por no hablar de aquellos que, sin estar inhabilitados formalmente, lo están de facto, como Leopoldo López o Antonio Ledezma, que se encuentran hoy exiliados y que tan pronto como pongan un pie en Venezuela corren el riesgo de ser detenidos por las fuerzas de seguridad. Esas mismas fuerzas a las que el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos les adjudica solo en el 2018 y que ese año tenía en custodia al concejal de la oposición Fernando Albán cuando este de un edificio gubernamental en un acto que el chavismo ha intentado presentar desde entonces como un “suicidio”.

No hay que ser un experto en Venezuela para darse cuenta de que, con esta avalancha de vetos, formales o no, Maduro se apresta a repetir lo que ya hizo en el 2018: celebrar un simulacro de elecciones en las que compita con puros títeres que no puedan hacerle sombra para embadurnarse de una supuesta legitimidad a fin de que tontos útiles como el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva puedan esparcir por la región –y también fuera de ella– la mentira de que en Venezuela gobiernan aquellos elegidos por el voto popular.

Quizás muchos lo hayan olvidado ya, pero los comicios del 2018, a los que Maduro alude cada vez que quiere presumir de su supuesta constitucionalidad, . No lo fueron porque, tal y como ahora, las cartas principales de la oposición no participaron en ella. No lo fueron porque, tal y como ahora, el chavismo controlaba descaradamente el órgano electoral y utilizaba los medios de comunicación estatales, los subsidios y bonos de alimentos, y la coerción pura y dura para convencer a los votantes. No lo fueron porque, además, la dictadura modificó las normas arbitrariamente para, por ejemplo, amenazar a los partidos opositores más importantes (que en un acto de amor propio habían decidido no presentarse a las amañadas elecciones municipales del 2017) a reunir en apenas dos días casi 50.000 firmas en al menos 12 estados del país para que su inscripción no fuese cancelada. No lo fueron porque la tiranía alteró el cronograma electoral según su conveniencia, no solo adelantando fechas en un claro desacato de la normativa vigente, sino también eliminando etapas del proceso o comprimiendo otras al punto de decretar, por ejemplo, que 16 actividades diferentes debían llevarse a cabo en apenas 17 días o que una de ellas (la etapa de “sustitución o modificación de las postulaciones nominales”) que había gozado de un plazo de casi cuatro meses en los comicios previos esta vez debía ejecutarse en un solo día.

Es hacia este escenario al que Venezuela se aproxima. La tacha de la semana pasada en contra de María Corina es una muestra de que el chavismo está preocupado por el arrastre que la oposición viene teniendo, sí, pero también es un recordatorio de que Maduro y sus secuaces hace rato que perdieron todo rastro de vergüenza y no se preocuparán ni siquiera en disimular al momento de sacar de carrera a quienes amenacen con poner en riesgo la pantomima electoral que vienen preparando.

Y es aquí donde uno se pregunta si la comunidad internacional va a contemplar de nuevo este sainete para que el chavismo siga prolongando su vida útil, si va a seguir asistiendo impertérrito a lo que muchos observadores han catalogado como la ‘cubanización’ de Venezuela; es decir, el proceso por el que una dictadura va barriendo poco a poco todo rastro de oposición perceptible hasta asentarse e imponerle su naturalidad al resto de la región, o si esta vez finalmente se hará algo para cortar esa gangrena.

Sería un error aceptar en silencio que, así como Carlos Alberto murió esperando por ver a su país libre, le ocurra lo mismo a María Corina. Que ella y los miles de venezolanos ejecutados por la Revolución Chavista, los cientos más que fueron apresados y torturados por sus posturas políticas, los que desaparecieron sin dejar rastro alguno y los millones que se vieron forzados a dejar ese páramo de miseria, hambre y violencia en el que Maduro y los suyos han convertido al país caribeño vean sus sueños de una Venezuela libre sobrepasar sus vidas.