
Solemos encontrarnos de rato en rato, de tumbo en tumbo, en un bar del distrito VIII de Budapest. Somos dos peruanos radicados en el Danubio, él lleva una década y yo, entre muertos y heridos, unos tres años. Solemos caer en discusiones que mantengan nuestra peruanidad a la distancia, discurriendo sobre qué personajes merecen estar en los billetes de nuestro resistente sol o en qué liga distrital sobrevivirán insignias vintage de nuestro folclor futbolístico como Hungaritos Agustinos o Juventud La Palma de Huacho. En una de esas entusiastas disquisiciones, nos preguntábamos por qué la prensa suele entrevistar a novelistas sobre asuntos de interés nacional.
¿Qué mérito tiene un escribidor de ficciones para que su opinión sobre la ola de criminalidad que azota el país o sobre tanto presidente encarcelado sea divulgada al resto de sus compatriotas? Si de sensibilidades especiales se tratase, entendemos que sería más justificado entrevistar a poetas. Pero son los novelistas, de todo calibre, los frecuentemente requeridos para hablar de asuntos del que no tienen especial dominio. Pero acordamos que siempre hay –había– una excepción: Mario Vargas Llosa. Két sört kérek y nos vamos.
Vargas Llosa era un intelectual que empleaba la literatura como su medio de expresión por excelencia. Detrás de sus novelas no solo se erige Flaubert sino también la tensión Sartré-Camus; es evidente su rencor a la figura paterna como también su ira anticomunista. Su obsesionada defensa de las libertades en contra de todo autoritarismo se remontaba a su biografía bajo el ochenio odriísta, se nutría de lecturas de Isaiah Berlin y aterrizaba en su antifujimorismo casi perfecto (al que terminó cediendo en los últimos años). Vargas Llosa se elevó a ser la consciencia crítica de nuestra sociedad, pero no desde el altar de la prosa y de las ideas. Quizás su proyecto intelectual más ambicioso fue uno político: la presidencia del Perú en medio de la crisis más devastadora de las últimas décadas. En un país donde las propuestas escasean, él se encargó de ofrecerlas en una versión premium: el ajuste neoliberal como utopía criolla. Lideró un movimiento social de derechas –Libertad fue eso antes que un partido– para confrontar políticamente al socialismo aprista y al totalitarismo senderista, en un contexto marcado por la bipolaridad global. Pasó de la novela al manifiesto, del escritorio barranquino-con-vista-al-mar a la plaza San Martín-sin-amor. Mientras García Márquez finalizaba “El general en su laberinto”, Vargas Llosa operaba una coalición con viejos saurios de la partidocracia como Acción Popular y el PPC. Fue así como el escritor faulkneriano se vistió de intelectual orgánico thatcherista. Era fines de los ochenta y los especialistas pronosticaban la libanización del país.
Vargas Llosa, en su versión ‘non-fiction’ apostó apasionadamente por el ‘shock’ estructural como receta para salir de la hiperinflación. El tiempo le dio la razón, en lo económico. Pero para enfrentar a Sendero Luminoso, solo tenía un puñado de buenas intenciones. Por sus antecedentes como presidente de la comisión Uchuraccay, asignada por Fernando Belaunde luego del asesinato a periodistas en dicha comunidad ayacuchana, quedaba claro que su entendimiento sobre “nuestros hondos y profundos desencuentros” era dicotómico, maniqueísta: nosotros los criollos civilizadores versus los otros, los andinos, bárbaros. Vargas Llosa conoció el país quizás como ningún otro hombre de letras de su tiempo, pero no lo comprendió. El contrafáctico de un gobierno vargallosiano en los noventa –plausible bajo la lógica– no necesariamente nos hubiera llevado a un resultado mejor que el del fujimorato. Quizás estábamos condenados a jodernos (también) en esa coyuntura, indefectiblemente.
Posteriormente, el político frustrado se escabulló detrás del intelectual público. Fue uno de los más agudos críticos del sadomasoquismo fujimorista, un padrino bienintencionado de la democracia baconiana de Toledo, y un cordial opositor del segundo alanismo, con el que terminó estrechando las manos en señal de que las ideologizadas rencillas del pasado quedaban atrás gracias a un museo por la memoria. El descalabro vino después, cuando intentó jugar un rol de brújula política en los nuevos mares de antis que han inundado nuestra historia reciente (y la del continente). Fue cuando el genio abrazó la incredulidad; las doctrinas que le habían servido de vehículos para transitar el mundo habían perdido tracción entre las mentes y los corazones de los electores, quienes ahora ordenan sus preferencias por animadversiones antes que por adhesiones. El más claro ejemplo de su descreimiento fue el catalogar como “insensatez” la elección “entre el cáncer y el sida” (sic) del 2011. Fue el período en el que con mayor convicción militó en el antifujimorismo, en el que a la vez se vio atrapado en la defensa de líderes de derecha no del todo liberales. Es más, algunos más conservadores y más autoritarios (José Antonio Kast en Chile, Álvaro Uribe en Colombia, Jair Bolsonaro en Brasil) de lo que se podía presumir de Keiko Fujimori. Bajo la premisa de las libertades económicas (no tanto las individuales), Vargas Llosa había articulado a una tribu liberal internacional, desde Madrid hasta Miami, desde las cátedras en Princeton y las charlas en DC, pasando por Santiago de Chile y la Tiendecita Blanca. La derecha criolla latinoamericana ha perdido a su máximo ideólogo contemporáneo, en tiempos de Kaisers y Lajes.
La pérdida es más traumática sin duda para los peruanos, sobre todo para aquellos que hemos leído sus novelas y hemos debatido –para nuestros adentros– con sus ideas, sus (in)decisiones, sus desplantes. Para algunos fue un guía; para otros, un ‘sparring’ intelectual. Vargas Llosa y el Perú se sumergieron en una relación intensa, pasional, descarnada, no desafecta de improperios y deslealtades, pero tampoco de caricias y reencuentros. La volubilidad ideológica de nuestra sociedad parecía incompatible con su liberalismo fundamentalista, lo cual presagiaba una relación imposible. Esta semana, como en la novela, el escritor falleció en los brazos de su traviesa amada. Como país, hemos quedado en la viudez intelectual. Quizás, más jodidos que nunca. Desde Blaha Lujza tér en Budapest, o desde cualquier calle de cualquier ciudad, los peruanos seguimos mirando los edificios desiguales y descoloridos con el mismo desamor.

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