Editorial El Comercio

Un día como hoy, hace 54 años, la tierra tembló frente al mar de Chimbote. El remezón de 7,9 grados se sintió en varios puntos del país, pero fue en Yungay, una ciudad ancashina fundada en 1540, donde dejó sentir toda su furia: minutos después del sacudón, uno de los picos del Huascarán se desprendió, provocando un alud que la sepultó y que mató a alrededor de 20.000 personas (aunque algunos estudiosos creen que la cifra real fue bastante mayor) quienes, dada la velocidad a la que viajó la avalancha, estimada en hasta 500 kilómetros por segundo, no tuvieron tiempo ni siquiera para sentir miedo. Fue uno de los terremotos más mortíferos, no solo de la historia del Perú, sino de toda América Latina, y cambió por completo la mentalidad que el país tenía entonces sobre cómo enfrentaba estos desastres.

En recuerdo de aquella tragedia, hoy se llevará a cabo sobre las 10 de la mañana un multipeligro que recoge precisamente una de las lecciones más duras que nos dejó Yungay: que la prevención es la manera más efectiva de salvar vidas. Nunca está de más recordar, como hizo nuestro columnista Fernando Bravo en estas páginas hace poco más de dos meses, que en 1962, ocho años antes del sismo en el Callejón de Huaylas, un grupo de escaladores estadounidenses avisó de un lecho de roca suelto bajo un glaciar en el Huascarán, pero, pese a que su advertencia encontró eco en cierto sector, las autoridades de entonces la minimizaron y se obtuvieron los resultados que ya conocemos.

Esa es quizás la paradoja más grande de nuestro país cuando debe enfrentarse a los sismos (y no solo a ellos, ojo, ocurre también con los huaicos, las heladas o el fenómeno de El Niño). Que, aunque prácticamente se nos enseña desde pequeños que vivimos sobre suelo tembloroso y pese a que nuestra experiencia personal con los movimientos telúricos empieza desde bastante temprano en la vida, estos siempre nos agarran desprevenidos. En el 2020, por ejemplo, el entonces jefe del Instituto Nacional de Defensa Civil, Jorge Chávez Cresta, explicaba que el porcentaje de participación de la ciudadanía en simulacros era del 65%. Y participar, por supuesto, no necesariamente implica hacerlo conscientemente: muchos lo hacen solo por cumplir sin darse cuenta de que una buena preparación podría literalmente ser la diferencia entre la vida y la muerte.

La preparación, sin embargo, no solo se ve en este tipo de eventos. Debe ser una práctica constante, un modo de vida regido por la prevención que moldee nuestras conductas. Una de ellas, por ejemplo, debería ser la manera cómo construimos nuestras casas (después de todo, los terremotos no son lo que mata a la gente, sino el desplome de edificios mal construidos o levantados sobre suelo inadecuado). Este Diario, por ejemplo, informó hace unos días que, según un estudio de Grade, el 71% de las cerca de 6,6 millones de casas que componen el área urbana del Perú son producto de la autoconstrucción, una práctica caracterizada por no cumplir con los requisitos ni los estándares establecidos por la normativa. El 94% de estas viviendas autoconstruidas, además, fueron erigidas por maestros de obras que no necesariamente cuentan con estudios profesionales.

Ello por no hablar del lugar en el que se levantan las viviendas, que en nuestro país incluso son erigidas en conos de eyección de deslizamientos y que, una vez construidas, ninguna autoridad se empeña en fiscalizar adecuadamente, pese a que todos saben dónde están.

Desde hace tres años, este Diario viene impulsando la campaña #EstemosListos, precisamente para concientizar sobre lo que ocurriría con Lima si volviera a sentir un terremoto como el que la sacudió en 1746. Y estar listos implica una actitud sostenida en el tiempo que nos permita hacer frente a los embates de la naturaleza de la mejor manera posible. Esto incluye, por supuesto, empezar a tomarnos simulacros como los de hoy con la seriedad que merecen.