En los últimos tiempos se discute, con mucho desconcierto, sobre la creciente presencia en la política de Estados Unidos de elementos supuestamente lejanos a sus tradiciones, y más cercanos a las de los países “al sur del río Grande”.
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No solo está la obvia importancia demográfica de la población de origen “latino” (desde hace algún tiempo el segundo grupo “racial” más grande después del “blanco”), están también crecientes niveles de confrontación y polarización, una intensa dinámica de protesta social, una creciente desconfianza con los liderazgos políticos tradicionales, la emergencia de discursos políticos populistas. La similitud entre EE.UU. y los países latinoamericanos puede verse elocuentemente en los bajos niveles de confianza en los partidos políticos, la percepción de la existencia de altos niveles de corrupción y de un escaso compromiso gubernamental para combatirla en Estados Unidos, en niveles cercanos a los promedios latinoamericanos. Esto queda demostrado en los informes del Latin American Public Opinion Project (Lapop), con información sobre casi todos los países de las Américas.
Pero las similitudes son más profundas. Como se sabe, compartimos pasados coloniales, relaciones “conflictivas” con nuestras poblaciones indígenas, la presencia de una importante migración africana que llegó en condiciones de esclavitud, esquemas de explotación agrícola bajo regímenes de hacienda, un pesado legado de relaciones sociales marcadas por el racismo y la discriminación, importantes niveles de desigualdad y exclusión social, etc.
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Con todo, EE.UU. y América Latina siguieron patrones claramente diferenciados desde el siglo XIX. Según Francis Fukuyama, el crecimiento del producto per cápita en EE.UU. fue de un promedio anual de 1,39 entre 1820 y 1870, mientras que en América Latina fue de -0,05; pero entre 1870 y 1920 nuestra región creció más que Estados Unidos, y también entre 1950 y 1970. En otras palabras, el impacto prolongado de las guerras y el desorden político posterior a la independencia, el impacto de las crisis económicas de 1929 y la de las décadas de 1970-1980 explican buena parte de nuestras diferencias. Malas decisiones de política, instituciones débiles y altos niveles de desigualdad explicarían nuestro círculo vicioso.
Al mismo tiempo, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt han llamado la atención sobre los riesgos de procesos de erosión de democracias que creíamos estables. En cualquier país pueden aparecer liderazgos demagógicos, pero no logran superar el veto del sistema político ni despertar la confianza de los electores. Pero si lo logran, y llegan al poder, la fortaleza y la autonomía de las instituciones deberían contenerlos. Eso parecía estar ocurriendo en EE.UU.: pero la pandemia y la respuesta del presidente Trump a ella, y a la dinámica de las protestas sociales de los últimos días, aumentan la inquietud sobre una convergencia en las Américas en un sentido menos democrático.
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