Fue diseñada como el purgatorio de Dante, con los principales líderes políticos de entonces formando círculos concéntricos de poder. Así lo cuenta el historiador Hugo Vallenas. Al centro del hemiciclo, Haya. Alrededor, Sánchez, Alayza, Bedoya, Prialé, Townsend, Polar, Blanco, Malpica, Ledesma, Béjar, Del Prado, Diez Canseco, Ortiz de Zevallos. Luego, siempre yendo del centro hacia afuera en círculos, los más jóvenes y las figuras regionales. Vizcarra, Chirinos Soto, Saturnino Paredes y un largo etcétera.
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Se inscribieron 13 partidos pero solo 12 presentaron candidatos. Mitad calculador y mitad profético, Fernando Belaunde afirmó que de ese proceso “no surgirá la solución de los más apremiantes problemas que enfrenta el país”. De paso, criticó al régimen que “en diez interminables años lo ha sumido en la crisis en que hoy se encuentra”. Con esa posición estratégicamente crítica del gobierno militar, el primer partido en inscribirse decidió no participar. Una postura que sin duda le ayudó a ganar las elecciones de 1980. Y es que si bien la Asamblea Constituyente significaba una salida democrática a la dictadura, no estuvo exenta de presiones militares.
Por ejemplo, ratificando la práctica del voto preferencial para dar cabida a nuevas organizaciones y destronar viejas hegemonías partidarias. Considerando la vieja retórica antipartidos de Velasco, esta era una forma de enfrentar a los nuevos liderazgos con los viejos dentro de cada organización. Sobre todo porque también iban a votar los jóvenes mayores de 18 años. No es casual que el gobierno de Pedro Castillo también haya propuesto una Asamblea Constituyente con una lógica antipartidista y plurinacional. Según el proyecto que publicó el lápiz, habría solo un 40% de partidos políticos, frente a un 30% de independientes, un 26% de pueblos indígenas y originarios, y un 4% de pueblos afroperuanos.
La dinámica de los debates también colisionaba con los consensos internos de cada partido. Los parlamentarios más jóvenes (como Alan García, por ejemplo) exacerbaron sus enfrentamientos con las viejas castas partidarias. Y los que provenían de las regiones muchas veces aprovecharon el instante histórico para ventilar trapos sucios con carnet incluido y saldar viejas cuentas amarillentas que nada tenían que ver con la elaboración de una nueva Carta Magna.
“Primero había una larga sucesión de denuncias y reclamaciones, muchas veces ajenas a los fueros de la Asamblea pero siempre clamorosas”, se cuenta en el libro “Cien años de Luis Alberto Sánchez”. Cada día, por la tarde, empezaba el recuento de excesos de la dictadura, las críticas sobre algún aspecto histórico que afectaba las estructuras del país o las exigencias por aquellas demandas impostergables que no podían esperar más. Eran larguísimos monólogos que no pocas veces se convertían en libelos o diatribas, acompañados de ataques trufados de falacias que recibían su respectiva respuesta. Y así giraba la rueda. “Luego de tres o cuatro horas venía un breve receso y recién entonces empezaba la discusión constitucional propiamente dicha. A esta primera etapa de la jornada plenaria Haya de la Torre la llamó ‘el desfleme’, porque equivalía a la carraspera ruidosa que invade a muchos limeños al despertarse, luego de la cual recién pueden estar de pie”.
La democracia peruana estaba despertando tras un letargo bajo la nota militar. Y el desborde de demandas ciudadanas y protestas debía canalizarse a través de esta asamblea babélica. El ‘desfleme’, por cierto, no se suspendía antes de las 2 a.m. Y así transcurrieron los primeros cuatro meses de debate. Lo único que salvó ese proceso fue la Comisión de Constitución, que trabajaba diariamente, en silencio y con doble turno: tres horas por la mañana y cuatro horas por la tarde.
Hay que decir que el del 78 era un escenario de salida democrática, donde la Asamblea Constituyente significaba el fin de una nefasta dictadura y una transición hacia una participación política más plena y moderna. Todo lo contrario al escenario actual, que con violentas marchas pretende darle el zarpazo final a un sistema democrático que mal que bien nos salvó del golpe del dictador Castillo.
Era una Asamblea Constituyente para salir de una dictadura, no para instaurar una nueva. Tanto así que quien la presidió tenía fecha de caducidad. Haya de la Torre había llegado finalmente al poder con un ánimo plural y conciliatorio, muy lejos de aquel joven revolucionario y radical de inicios de siglo. Y además, llegó enfermo. Asistió por última vez a una sesión plenaria el martes 6 de marzo de 1979. Un día después, se desvaneció durante una reunión. Había cumplido 84 años dos semanas antes. El 10 de marzo viajaría a Houston para volver a mediados de abril. Pasó sus últimos días en Villa Mercedes, rodeado de médicos y enfermeras. Allí firmó la Constitución, pocos días antes de morir.
Irónicamente, las izquierdas que tanto bregaron por una Asamblea Constituyente se negaron finalmente a firmar la nueva Carta Magna del 79. Años después, ellas mismas exigirían volver a la del 79, tras criticar la Constitución del 93. Doble ironía, considerando que esas mismas izquierdas participaron del CCD convocado por su otrora aliado Fujimori a través de varios partidos y movimientos independientes. Y años después, el 2001, otra vez la izquierda se eximiría de suscribir los avances de la Comisión de Reforma Constitucional. Historia conocida.//