No soy de las que llora sobre leche derramada. Al menos no en público. Entonces, cuando mi matrimonio terminó hice todo lo posible para estar bien. Eliminé cualquier excusa que pudiera llevarme al pasado. Me mudé de edificio y de distrito. Dejé de hablar con los amigos y familiares políticos que había cosechado durante once años. Fue muy penoso pero necesario. Borré números telefónicos, amigos del Facebook y retomé amistades descuidadas.
No voy a mentir diciendo que estaba en mi mejor momento, pero cumplí con eso de «la vida continúa». Cuando no habían pasado ni tres meses de mi separación y estaba ocupada en hacer que mi vida continuara, ocurrió lo que menos esperaba.
Terminaba de comer en casa de unos colegas del canal y recibí la llamada de unos amigos del colegio. Querían que les diera el encuentro en una discoteca de Miraflores. Me negué, no por falta de ganas, sino porque no estaba vestida para la ocasión. Las mujeres hacen competencia para ver quién tiene el escote más profundo y la minifalda más pequeña. Yo estaba en jean, bividí y casaca. Es cierto que aún podía alegar que estaba recuperándome del rompimiento y no tenía ni ganas de arreglarme, pero tampoco iba a aparecer vestida como la Chimoltrufia en la disco de moda. Los amigos de la reunión me convencieron aduciendo que lo que importa es la actitud. Tenían razón.
Mi real temor era enfrentarme soltera a un lugar público. Es diferente salir a la calle sola pero teniendo pareja, que ir a bailar estando sola y sin compromiso. Los monógamos me entienden.
Lo cierto es que fui a la discoteca. Estaba nerviosa, ¡me sentía tan rara! Encontré a mis amigos y empezamos a bailar. Luego de dos canciones nos instalamos a un extremo de la pista, «para ver el material», dijo mi amigo. Yo lo acompañé.
Entonces un chico, ya con unas cervezas encima, voltea, me mira y me hace el ademán de ‘¡Salud!’ con una botella de cerveza que estaba calentándose. Le hice un gesto explicando que no era mía. Hizo una mueca sorprendida y me preguntó ‘¿Bailamos?’. Sentí un reflector apuntando a mi rostro, como en los interrogatorios policiales de las películas.
No sabía qué decir, me pasaron mil ideas por la cabeza en un segundo: ¿Qué va a pensar la gente? Nadie sabe si es mi amigo o no. ¿Y si creen que es mi amante? Qué importa si estoy soltera. ¿Le gusto o solo quiere bailar la canción? ¿Y si quiere algo? Es solo una canción. ¿Sabrá que soy periodista? ¿Y si me están grabando? ¿Si salgo en un ampay? Van a pesar que por eso acabó mi matrimonio. Hace tanto tiempo que no bailo con un desconocido. ¿Cómo se baila esto? Si fuera hombre, bailar con una ‘X’ luego de separarme, no sería un ‘big deal’ pero soy mujer, así es esta sociedad y aquí crecí. Al fin acepté.
Me sentía pecadora. Luego de esa noche volví a ver al chico pero casi a escondidas. Tenía miedo de no haber guardo el «luto» que el resto impone para empezar una nueva relación. ¿Seis meses? ¿Un año? ¿Acaso dos? ¿Si el matrimonio fue largo, el luto debe serlo también? Por eso incluso actuaba como si no me importara. Pero en realidad me emocionaba estar con él. Al diablo con todos, soy feliz y qué. Ahora me alegro de haber dicho que sí aquella noche. Hoy seguimos bailando pero ya no en pareja sino en un hermoso trío, junto a Fabio.
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