Esta semana se ha escrito mucho acerca de Cien años de soledad, luego de que el martes pasado la más famosa de las novelas de Gabriel García Márquez cumpliera medio siglo de haber sido publicada.
Están quienes han destacado a rajatabla la innegable influencia de ese libro en distintas generaciones de escritores y lectores del ámbito hispanoamericano, subrayando el que tal vez sea su mayor mérito literario: la creación de un universo y un lenguaje absolutamente singulares y poderosos.
Están quienes han puesto en entredicho su vigencia estética señalando que el propio autor fue tomando paulatina distancia del estilo con que narró la historia de la familia Buendía, decantándose por una retórica menos fantasiosa en sus libros posteriores.
Están quienes se han detenido a recordar la antología McOndo, que –convocada por el chileno Alberto Fuguet a mediados de los 90– se permitió deslindar del realismo mágico, la novela total, el discurso político y todo aquello que caracterizó a las obras iniciales de los protagonistas más visibles del llamado boom latinoamericano, para postular a cambio una literatura latinoamericana de vanguardia, más austera, cercana a la urbe, susceptible al consumo de masas, escéptica
del poder y del tropicalismo. Para unos, McOndo fue un manotazo parricida que buscaba claramente defenestrar a García Márquez. Para otros, una corriente controvertida que, en el fondo, constituía un velado homenaje al colombiano (así pareció entenderlo el propio Gabo, que meses después de la publicación de McOndo le envió una invitación a Fuguet para que lo visitara en Cartagena: ¿simpatía espontánea o exceso de elegancia?).
Están, asimismo, quienes han visto oportuno mencionar el aniversario de Cien años de soledad, pero solo para gritar a los cuatro vientos que no les parece superior que otros títulos del Nobel, como El amor en los tiempos del cólera, El coronel no tiene quien le escriba o El otoño del patriarca.
Y están, finalmente, quienes han preferido rememorar las decenas de hechos entre delirantes y dramáticos alrededor de la escritura de la novela, como si la saga de los Buendía les gustara menos que el anecdotario de su gestación. De todas esas historias quizá la más recurrente sea aquella que cuenta que García Márquez y su esposa, Mercedes, llevaron el manuscrito al correo del suburbio mexicano donde vivían para enviárselo a un editor en Buenos Aires. Estaban tan pobres que entre los dos no pudieron completar los 82 pesos que costaba el servicio. García Márquez resolvió entonces mandar solo la primera parte del libro, pensando que, si al editor le gustaba, luego vería cómo costear el envío de la otra mitad. Por el apuro, no se percató de que había despachado la segunda parte. A la salida del correo, Mercedes, abatida, furiosa, imaginando que el editor argentino no entendería un carajo de ese texto incompleto, le gritó a su marido: “Ahora solo falta que la novela sea mala”.
Tantos y tan variados puntos de vista –con intercambio de puyazos, incluido– solo demuestran una cosa: Cien años de soledad está viva. Lo mejor que puede pasarle a un libro –no lo único bueno, pero sí lo mejor– es que se lea mucho y se discuta más. Una novela exitosa que, pasados los años, consigue poner a sus lectores en franco desacuerdo hasta el punto de hacerlos dudar es una novela que ha triunfado, que ha escapado por fin de la falsa gloria de la unanimidad y se ha instalado para siempre en el corazón y en el inconsciente de su época.
Esta columna fue publicada el 3 de junio del 2017 en la revista Somos.