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Ese 28 de agosto de 1963, la noticia que sobresalía en todas las portadas de Lima era la maniobra del ex rector de San Marcos, el aprista Luis Alberto Sánchez, para retornar al Rectorado, pese al rechazo general de los estudiantes. LAS pretendió infructuosamente tener dos cargos públicos al mismo tiempo: el de rector y senador. Esa fue, seguramente, la última información que Angélica Bazo de De Martis leyó esa mañana en su casa de San Isidro. Varias horas después, en la noche, un sujeto entró en su residencia para robar y, tras ser descubierto por ella, la atacó y golpeó hasta dejarla sin vida.
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La casa de la víctima estaba en la calle Los Pinos Nº 282, en San Isidro. Era una zona residencial muy tranquila. El malhechor actuó con sigilo, e ingresó a la casa por una pequeña ventana lateral abierta, que daba al pasadizo de una casa desocupada. Angélica Bazo de De Martis se encontró con su asesino en su dormitorio, en el segundo piso del inmueble.
En ese cuarto fue atacada: el delincuente le cubrió el rostro con una especie de tapete o cubrecama, quizás para que no lo reconociera, y luego la golpeó con una raqueta de tenis que encontró por allí. Para terminar, le aplastó la cabeza contra el piso. Los hematomas y las escoriaciones que luego la Policía observó en su rostro y cuello así lo indicaban.
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Luego de asesinarla, entre las 10 y 12 de la noche, de ese miércoles 28 de agosto de 1963, el homicida robó alrededor de 200 mil soles o quizás más en joyas y otros objetos de valor.
Los vecinos de Los Pinos, siguiendo una costumbre, la llamaron por teléfono en la mañana del jueves 29 de agosto. Pero Angélica Bazo no contestó. En las últimas semanas, los vecinos habían visto gente extraña tocando los timbres de las casas u observando en las esquinas. Insistieron con el teléfono, llamada tras llamada, pero la señora Bazo de De Martis no respondía.
“A la señora Angélica Bazo de De Martis, en tres oportunidades habían pretendido sorprenderla, tocándole la puerta de su casa en horas de la noche”, dijeron los vecinos a El Comercio. Incluso, en días pasados, uno de ellos “había observado la presencia de cuatro individuos sospechosos, merodeando por los alrededores”, es decir, resumía el diario decano, como si estuvieran estudiando “las costumbres de su víctima, y las posibles vías de acceso”. (EC, 30/08/1963).
En la tarde de ese mismo día, los vecinos se comunicaron con el hijo de Angélica Bazo, el arquitecto Carlos De Martis, dirigente del partido de gobierno, Acción Popular (AP), quien llegó en solo unos minutos.
A las 4 y 30 de la tarde, De Martis entró en la casa. Observó que todo estaba desordenado y subió las escaleras. En la segunda planta vio lo que ningún hijo quisiera ver nunca: el cadáver de su madre. La encontró boca abajo. Inmóvil. Comprobó que ya no respirada y que estaba muy golpeada. Desconcertado, solo pensó en llamar a la Policía.
ASÍ COMENZÓ LA CACERÍA DEL ASESINO DE LOS PINOS EN SAN ISIDRO
El comisario del sector y otros agentes de Homicidios llegaron a la escena del crimen en menos de una hora. Después, a las 9 y 30 de la noche, se presentó el Juez Instructor de Turno, Isaías Eyzaguirre, quien ordenó el traslado del cadáver a la Morgue de la Policía para la respectiva autopsia.
La Policía ordenó batidas en todos los sectores de la ciudad, y llevó adelante las investigaciones de forma reservada, por lo menos durante los primeros días, claves en cualquier caso de homicidio. Los agentes investigadores no descartaban que hubiese más de una persona involucrada en el crimen.
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El viernes 30 de agosto de 1963, la noticia estuvo en todas las portadas de los diarios de Lima. El detalle que destacaron los policías de Homicidios de la Guardia Civil (GC) fue la violencia con la que atacaron a la víctima dentro de la casa. Parecía que no solo había ganas de robar sino también de hacer mucho daño.
Pero Angélica Bazo tenía 60 años, no era una anciana desvalida; era evidente que se había defendido hasta donde pudo, y quizás por eso se vio tanta violencia en la escena. Ella vivía sola, solo un perro la acompañaba, pero al parecer este fue robado un mes antes, así lo certificó su hijo Carlos de Martis y algunos vecinos cercanos.
Con los policías, fiscales y familiares, también llegaron algunos personajes públicos, como el primer vicepresidente de la República, el ingeniero Edgardo Seoane; el ministro de Gobierno y Jefe del Gabinete, Oscar Trelles, así como otros dirigentes de AP.
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¿QUÉ DIJO LA AUTOPSIA Y QUÉ PASOS SE SIGUIERON HASTA LA CAPTURA DEL CULPABLE?
“En horas de la noche, el doctor P. Olivera L. de la Morgue de Policía, practicó la autopsia de ley al cadáver de la señora Angélica Bazo de De Martis. El protocolo arrojó: ‘Traumatismos en la cabeza; asfixia por sofocación de las vías aéreas superiores’”. (EC, 30/08/1963)
Carlos de Martis recién pudo retirar los restos de su madre para su velorio y entierro, a las 11 y 30 de la noche, de aquel jueves 29 de agosto de 1963. Al día siguiente, tras la “inspección ocular”, la Policía de Investigaciones (PIP) cambió su idea del asesino por el de una banda, la cual habría estado detrás de las joyas de la señora Bazo, y que ella guardaba en una caja fuerte en su propio cuarto.
Se armó una cacería, pues la PIP había informado que tenía a dos de estos delincuentes identificados. Confiaba en las pistas que la propia víctima podía proporcionar, pues en la uña del “dedo índice de la mano izquierda” se hallaron restos de piel y pelos, presumiblemente de sus victimarios.
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Pese a las reservas de la investigación, la prensa se las ingeniaba para recibir información de sus fuentes, y estas indicaban que los agentes manejaban la idea de que hasta tres hombres, dos de ellos corpulentos y altos, y un tercero “de baja estatura y delgado”, fueron los que habrían entrado en la casa de Angélica Bazo en San Isidro; mientras dos mujeres quedaron afuera como “campanas”.
Aquel delincuente chato y flaco sería quien, por su magra contextura, habría trepado y entrado por la ventana a la casa, para luego abrirla bien y dejar campo suficiente para el resto de la banda. La historia armada por la PIP se completaba con que, al ser vistas por algunas personas del vecindario, estas “campanas”, nerviosas, habrían optado por huir de la escena.
La PIP, al parecer, tenía sus propios sospechosos, obtenidos de su larga lista de gente prontuariada y libre en esos momentos. Capturaron a varios de estos, los interrogaban y notaban “contradicciones”; sin embargo, no parecían estar vinculados con el grave caso de San Isidro. Lo que sí era una certeza eran los restos de piel hallados en una uña de la víctima, por lo cual el homicida debía tener “una herida o bien en la cara o en la mano izquierda”. Eso además del cabello también rescatado del puño de la mano derecha de la víctima. (EC, 31/08/1963)
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En esos primeros días, tras el crimen de Los Pinos, los agentes de Homicidios de la GC no se pronunciaron por ningún sospechoso; y la propio PIP, dada a dar esos datos, aseguraba que estaban solo comprobando nombres y darían datos oficiales cuando estuvieran seguros. Todos estaban tratando de echar luz en las tinieblas.
Incluso, el robo del perro de Angélica Bazo podía estar relacionado con los delincuentes que así fueron aislando a su víctima y evitaban a la vez un obstáculo más en su objetivo criminal. La tenían “reglada”, según las fuentes policiales.
Ese “seguimiento”, les confirmó a los delincuentes que la señora Bazo poseía joyas valiosas, pues según algunos vecinos ella solía salir a pasear con sus joyas puestas. Era una víctima que fue estudiada varias semanas antes del homicidio.
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LA POLICÍA NO TENÍA APARENTEMENTE NINGÚN SOSPECHOSO EN LA MIRA
El domingo 1 de setiembre de 1963, ni la GC ni la PIP tenían ningún sospechoso real, solo conjeturas. Al menos eso era lo que decían a la prensa. No sabían con certeza si era un solo forajido o una banda. Como decía el titular de El Comercio: “Crimen de San Isidro sigue en el misterio”. (EC, 02/09/1963).
Solo pistas, buenas pistas seguramente, pero estas no alcanzaban para dar con el autor del horrendo crimen del 28 de agosto de 1963. Varios sospechosos pasaron por las oficinas de la PIP, donde fueron interrogados, pero los agentes no sacaron nada claro. Entraban y salían tipos que se aproximaban a los rasgos físicos que indicaban los testigos. Y nada.
El motivo del o de los malhechores sí estaba claro: el robo. Ese domingo, los investigadores hallaron un arete de la víctima debajo de la cama y el otro par cerca del sitio donde había quedado el cadáver. La familia hizo luego una relación de las joyas que la víctima había recibido en herencia luego de la muerte de su padre. Así, la Policía pudo saber las que faltaban y seguir también esa pista en el mundo de las joyerías, donde seguramente buscaban venderlas.
Todo hacía indicar que los delincuentes se habían llevado las joyas más grandes o valiosas, como por ejemplo, “un anillo con solitario y una perla negra; una sortija con tres brillantes (Fe, Esperanza y Caridad), un reloj de platino y brillantes, una pulsera de oro con una grabación española, un rosario de oro labrado a mano, que constituye una joya única en el Perú, otro rosario de oro pequeño, una cruz de brillantes, un collar de piedras legítimas y otro de piedras cultivadas, casi toda la platería de la casa; platos, fuentes, cubiertos, juegos de té, tarjeteros de cristal cortado”. (EC, 02/09/1963)
Un dato que los agentes obtuvieron de esa relación es que para sacar toda la platería debieron haber hecho un bulto. El o los ladrones debieron tener una movilidad que los esperaba. La Policía seguía especulando en esos primeros días de setiembre de 1963. Parecía no tener otra opción más.
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Por esa razón surgió una información de que los “asesinos” podían haber sido unos “menores de edad”. Y esto porque las huellas dactilares halladas en el lugar del crimen no figuraban en los “archivos de la PIP”. Es decir, los agentes insistían en que los delincuentes tenían que haber sido de todas maneras gente prontuariada. Pero, muy pronto se darían cuenta de que no era así.
La primera señal para aquello salió de la propia PIP: al no figurar las huellas en sus bases de datos, no solo podían ser “menores de edad” sino también alguien sin antecedentes policiales, así lo comentó el inspector Pedro Sarango, quien era jefe de la División de Identificación de la PIP. Esa figura no podía descartarse, sin duda. Así, se abrió un campo nuevo para las investigaciones policiales.
LA POLICÍA TRAS LOS PASOS DEL ASESINO DE SAN ISIDRO
El lunes 2 de setiembre de 1963, mientras un grupo de agentes de la PIP disfrazados cuidaban la casa de la víctima (a la espera de que los criminales regresaran por más cosas), otros capturaban a balazos a los hermanos Rullier Farfán, en la cuadra 13 de la avenida Petit Thouars, en Lince. Estos eran buscados porque habían escapado de un patrullero que los había detenido hacía dos meses.
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Los Rullier Farfán eran un par más de delincuentes detenidos por el caso de Los Pinos, en San Isidro, y así seguirían deteniendo a otros maleantes el martes 3 de setiembre, a casi una semana del robo y asesinato de Angélica Bazo. La presión estaba haciendo estragos entre los agentes de la GC y la PIP.
Los vecinos de la cuadra dos de Los Pinos estaban angustiados. Veían gente muy extraña en los alrededores, y no sabían si eran o no policías camuflados. Nadie les informaba nada. Las comisarías de San Isidro y Orrantia hasta recibieron refuerzos para afrontar la situación. Cincuenta policías de servicios especiales llegaron a cada una de esas comisarias, e incluso “perros policías” apoyaron en el patrullaje.
El gobierno de Fernando Belaunde Terry, por su lado, dispuso directamente un mayor número de inspectores, oficiales e investigadores para resolver lo más pronto posible el caso de la muerte de Angélica Bazo.
Hasta que algo pasó: ¿fue un golpe de suerte o una de las pistas por fin dio en el clavo? La PIP dio la noticia en una conferencia de prensa, a las 6 y 45 de la tarde del miércoles 4 de setiembre de 1963. Habían identificado y atrapado, al fin, al asesino de Angélica Bazo de De Martis.
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¿QUIÉN ERA EL ASESINO MÁS BUSCADO DE ESE AÑO 1963?
Entre un grupo de sospechosos estaba el asesino de Los Pinos de San Isidro. La Policía lo tenía en sus manos, debidamente identificado, desde la tarde del martes 3 de setiembre de 1963. Se llamaba Manuel Jesús Monterroso Durand y era un mayordomo que trabajaba en una casa vecina a la de la víctima. Él era el ladrón y asesino de Angélica Bazo de De Martis.
Monterroso, de contextura delgada y 1.60 m. de estatura, fue detenido en una redada a los trabajadores de las casas vecinas de Los Pinos, los cuales también fueron incluidos como sospechosos, luego de la frustración de la Policía con los delincuentes prontuariados y de tener la certeza de que el robo y asesinato lo había cometido un “novato”, según la PIP.
Manuel Monterroso, con solo estudios hasta el cuarto grado de primaria, tenía un antecedente policial -relativamente reciente- por el robo de un automóvil al coronel Carlos Cobilich (en marzo de 1962), para quien, curiosamente, aún trabajaba y en su propia residencia, frente a la de la víctima.
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Así, el agente GC Sebastián Rueda Mora de la comisaría de San Isidro recibió la orden inspeccionar muy temprano, por la mañana, ese martes 3 de setiembre, la residencia de Carlos Cobilich y su esposa María Luisa de Cobilich, en la calle Los Pinos Nº 245, vecina de la víctima (que era Nº 282). En esa casa, nadie ponía en duda la honestidad de Monterroso por sus años de servicio. Pero, estaban engañados.
Al entrar al cuarto del sospechoso, el GC halló “un atado conteniendo artículos de plata y loza, y un paquete de joyas, en el closet y el baño, respectivamente”. Monterroso, de 23 años, era alguien de la entera confianza de la familia Cobilich, pues venía trabajando con ellos durante ocho años, desde 1955, cuando el joven cusqueño tenía solo 15 años.
La PIP lo identificó de inmediato dentro del grupo de detenidos; lo separó y empezó a interrogarlo y a preguntarle (incluso en quechua, lengua que hablaba y entendía bien) por los objetos de valor que habían sido encontrados en su cuarto de la misma calle Los Pinos. Monterroso no pudo negar nada. Había ocultado allí lo que robó ese 28 de agosto de 1963.
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La GC y la PIP comprobaron, además, que el supuesto asesino estaba preparando su fuga al Cusco, su tierra, junto con su enamorada Alejandrina Sotomayor Luisa. Ya había reservado los pasajes para el 9 de setiembre, a las 8 de la mañana, en la empresa “Transportes Morales”. Un tío de sospechoso, Julio Núñez Monterroso, también fue detenido en el barrio de El Porvenir, La Victoria, por sospecharse de sus vínculos con el ladrón y homicida.
EL DÍA DEL ASESINATO: ¿QUÉ FUE REALMENTE LO QUE PASÓ?
Esa noche del miércoles 28 de agosto de 1963, las cosas no pasaron exactamente como la Policía las había postulado. No hubo banda sino un solo individuo. No entró el delincuente cuando ella, la víctima, estaba en casa, en el segundo piso, en su dormitorio. Pasó de otro modo, según confesión del propio asesino y ladrón, Manuel Jesús Monterroso Durand.
Alrededor de las 7 y 30 de la noche, Angélica Bazo de De Martis estaba en la casa de los Cobilich, una residencia ubicada justamente al frente de la suya. La habían invitado a cenar. A esa hora, el propio homicida, el mayordomo, le sirvió la comida.
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Luego de terminar su trabajo, y ver que Angélica Bazo se hallaba conversando amenamente con la señora de Cobilich, el sujeto salió de la casa y se metió en la de la víctima a eso de las 9 y 40 de la noche, a través de la ya famosa “ventana lateral”, la que daba al pasadizo de un vecino que había abandonado su casa hacía un buen tiempo.
Monterroso entró con total tranquilidad, pensaba que tenía suficiente tiempo. “Pero la señora de De Martis se retiró temprano y sorprendió al que iba a ser su asesino”. (EC, 05/09/1963). Estaban en la segunda planta, en el dormitorio de la mujer.
Ante el temor de ser denunciado y acusado de robo, el mayordomo cusqueño entró en pánico, al tiempo que la víctima intentaba pedir ayuda, gritar. Allí fue que Monterroso se avalanzó contra la mujer y la cubrió con un tapete verde. El mayordomo contó también a la PIP que no la había golpeado con la raqueta de tenis sino con sus propias manos. Él mantuvo hasta final esa versión.
Manuel Jesús Monterroso Durand lo confesó todo ante la PIP. También les dijo a los agentes que había empeñado parte de las joyas, y la otra parte se lo habían llevado “otros”; pero casi de inmediato se rectificó, y se responsabilizó él solo.
La confesión del asesino se dio en la mañana del miércoles 4 de setiembre de 1963, y antes de dar la noticia públicamente en la tarde de ese día, un destacamento de la PIP “se dirigió a la casa de empeño ‘El Progreso’, sito en Venezuela 843, de propiedad de Aldo Barchi Pozo, de donde se recuperó siete joyas, que habían sido empeñadas en 7 mil soles”, indicó El Comercio. (EC, 05/09/1963)
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Otro detalle clave para verificar la identidad del asesino fue un botón. Los investigadores policiales habían hallado un botón en la escena del crimen, uno igual al que le faltaba en el “puño derecho de la camisa del homicida cuando este fue detenido”. Por supuesto, Monterroso lo había reemplazado por otro distinto y era evidente que lo había hecho recientemente. (EC, 05/09/1963).
La camisa era de fondo habano y puntos marrones, y la usó en el momento del crimen y la tenía increíblemente puesta cuando fue detenido y luego presentado a los medios en la conferencia de prensa del miércoles 4 de setiembre de 1963.
Otra prueba más fue el cabello que la víctima empuñó antes de perder la vida. Luego de los análisis de laboratorio, según la PIP, “se determinó que esos cabellos correspondían al acusado”. (EC, 05/09/1963)
LA CONFERENCIA DE PRENSA Y LAS ATERRADORAS PALABAS DEL CRIMINAL MONTERROSO
En esa impresionante conferencia de prensa no solo fue presentado públicamente el criminal Manuel Jesús Monterroso sino que, al parecer en una práctica policial usual en esos años, fue interrogado en vivo, sin intervención de la prensa, por el director de la PIP, Javier Campos Montoya, el subdirector Belisario Caballero y por el inspector Reyes Alva.
Estas fueron sus primeras palabras como acusado de robo y asesinato:
“¿Por qué estás aquí?-, le preguntaron.
-Porque cometí el error de matar a la señora Angélica.
¿Por qué la mataste?
-No quise matarla. Cuando le cubrí la cabeza con un tapete, se cayó y se golpeó en el filo de la cama. Creí que se había desmayado, pero como se movía, le golpeé dos veces la cabeza. Luego le quité el reloj, la esclava y un prendedor.
¿Te reconoció la señora?
-Creo que no; porque le cubrí la cabeza.
¿Le golpeaste la cabeza con la raqueta de tenis?
-No. Yo la golpeé con las manos. La raqueta la cogí en otro cuarto por si acaso. Cuando ella entró al dormitorio, yo estaba escondido tras la puerta. Solamente la cubrí la cabeza y la golpeé con las manos”.
Monterroso añadió que tenía una copia de la llave de la puerta falsa de la casa, pero esta no le funcionó y debió treparse por la ventana, por allí ingresó al inmueble. Usó guantes en su asalto para no dejar huellas y todo lo hizo en la oscuridad, afirmó. (EC, 05/09/1963)
Tras asesinar a la mujer, encontró la llave de la caja fuerte en una gaveta y así tuvo acceso a las joyas y condecoraciones, “las guardé en un pañuelo”, dijo el criminal. Lo demás, especialmente la platería, la sacó de la casa envuelta en un “frazada” y, a hurtadillas, tratando de no ser visto, la llevó a su cuarto, donde escondió todo, confesó el asesino de Angélica Bazo.
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El resto fueron anécdotas de un sujeto que solo quería obtener dinero de lo robado: dijo que el 29 de agosto fue a la casa de empeño de la avenida Venezuela, “El Progreso”. Esa vez solo le dieron 3 mil soles, y el 31 de agosto, 4 mil soles, pero ese último dinero, contó, le fue robado “en un ómnibus de la línea Tacna-Trípoli”. (EC, 05/09/1963)
Con los 3 mil soles que obtuvo, Monterroso pagó unas deudas y compró un tocadiscos a plazos, “y enseguida compró pasajes para viajar al Cusco. Antes se tomó media docena de fotografías de cuerpo entero en un estudio fotográfico”. No se indicó el motivo por el que hizo esto último. (EC, 05/09/1963)
La Policía recuperó unos 200 mil soles en joyas, e insistió con el uso homicida de la “raqueta de tenis” debido a los golpes tan contundentes vistos en la autopsia del cadáver. Sin embargo, el acusado siguió negándolo. En otro aspecto, y pese a lo dicho por Monterroso también, la PIP manejaba la hipótesis de la presencia de cómplices en el salto y asesinato de la señora Bazo. Monterroso se cerró en que lo había hecho todo solo.
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Por su parte, la familia Cobilich declaró que jamás habría imaginado que convivía con un potencial asesino. Ellos declararon que lo habían visto nervioso luego de los sucesos sangrientos de esa noche del 28 de agosto de 1963. Su usual timidez se transformó en un poco de ansiedad y preocupación, señalaron.
Pero eso no fue todo. Con el paso de las semanas, la PIP fue vinculando a Manuel Jesús Monterroso con otros delitos. Al parecer, durante sus vacaciones, este sujeto trabajaba en algunas casas de los “balnearios del sur”, donde a los pocos días desaparecía, llevándose las joyas de las casas. Tenía, al parecer, una debilidad u obsesión por las joyas o las cosas brillantes. Las denuncias aparecieron apenas se hizo pública su captura.
EL LARGO JUICIO Y LA CONDENA INICIAL A MUERTE CONTRA MONTERROSO
El martes 10 de setiembre de 1963, se llevó adelante la reconstrucción de los hechos de esa terrible noche del 28 de agosto. La Policía acordó la zona, y así dejó a la prensa gráfica con pocas opciones, y a los cronistas sin detalles para describir la escena.
Monterroso ya no parecía ser el mismo de la conferencia de prensa de una semana antes. Su postura misma se tornó de recta a semidoblada. Se les resbalaba de los brazos a los custodios de la PIP que fueron su sombra durante toda la diligencia. Pese a ello, el criminal mantuvo la serenidad.
Una semana después, el martes 17 de setiembre de 1963, la PIP dejó al acusado y asesino convicto y confeso en manos del Poder Judicial. Un Juez Instructor se hizo cargo del caso. El atestado policial era bastante voluminoso, e incluía los objetos, recibos, pruebas materiales que vinculaban a Monterroso con el asesinato de Angélica Bazo de De Martis; y también la raqueta de tenis, que para la Policía era el “arma del delito”.
Pero, como ha ocurrido en el Perú durante todo el siglo XX (y aun hoy), el proceso judicial de Monterroso se dilató por tres años y algo más. El 7 de enero de 1965, un año y cuatro meses desde que el caso pasó al Poder Judicial, recién el Quinto Tribunal Correccional determinó que el acusado debía ser evaluado por “peritos siquiátricos” para comprobar si el sujeto “es normal o no”. (EC, 08/01/1965)
El proceso oral empezó el 10 de noviembre de 1965. El Juez Instructor sostuvo entonces, en su informe, que Monterroso había actuado con premeditación y alevosía y mató con la intención de robar. Y que la raqueta de tenis la usó para rematar a la víctima. Monterroso tuvo todo el tiempo para planificar y seguir los movimientos de su víctima, señaló el juez. Lo mismo planteó el fiscal del caso.
El abogado de Monterroso, Heriberto Mendoza Llanos, y el propio acusado indicaron, una y otra vez, que no hubo intención de matarla, solo de robar. Insistieron en que no había usado la raqueta de tenis, solo los puños para controlarla, y que la mujer murió porque se ahogó con el tapete o cubierta que el acusado le había colocado encima para poder huir sin problemas del cuarto.
Entonces, el Quinto Tribunal Correccional de Lima, presidido por el doctor Carlos Carranza Luna, en la tarde del 24 de noviembre de 1965, en sesión pública, sentenció a Manuel Jesús Monterroso Durand a la pena de muerte, vigente en el Código Penal como máximo castigo de la justicia en esos años ante delitos graves como el de homicidio calificado.
Monterroso, quien se había mantenido tranquilo o a la expectativa hasta ese momento, escuchó la sentencia y “cayó pesadamente en medio de entrecortados sollozos en el banquillo de los acusa[1]dos del V Tribunal Correccional”. Su defensa manifestó “interponer recurso de nulidad”. La parte acusadora se expresó conforme con la pena. El público asistente, luego de la sorpresa (la mayoría no esperaba la pena máxima), reaccionó unos en contra de la sentencia y otros, a favor, por supuesto. (EC, 25/11/1965)
La pena, de ejecutarse, hubiera colocado Manuel Jesús Monterroso ante un pelotón de fusilamiento. La sentencia mortal debía realizarse en un penal de Lima, que podía ser en El Sexto o en la isla de El Frontón.
LA CORTE SUPREMA SALVÓ A MONTERROSO DEL FUSILAMIENTO. LE DIO UNA PENA MÁXIMA
Pero, luego de otro largo proceso para ver el recurso de nulidad, con idas y venidas judiciales, recién la historia de la calle Los Pinos, en San Isidro, acabó en la tarde del viernes 2 de diciembre de 1966, un año después de haberse dado la pena capital contra Monterroso.
La Segunda Sala de la Corte Suprema de la República, presidido por el doctor Alberto Eguren Bressani, decidió no aplicar la pena de muerte al acusado Manuel Jesús Monterroso Durand por el asesinato de Angélica Bazo de De Martis, el 28 de agosto de 1963.
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El ex mayordomo cusqueño, que permaneció incomunicado desde que se le dictó la pena capital (nov. 1965 a dic. 1966), había cambiado de defensa. Para esa decisiva instancia, lo acompañó el abogado Eduardo Mimbela de los Santos
Mimbela al parecer terminó por convencer a la sala de que su defendido no había cometido “homicidio calificado”, puesto que su intención no era matar sino robar. Lo suyo, por lo tanto, fue un “homicidio preterintencional”, dijo. (EC, 02/12/1966)
La Corte Suprema, luego de deliberar solo 24 horas y por unanimidad, le dio a Monterroso una pena “no menor de 25 años”; y, asimismo, anuló la sentencia máxima del Quinto Tribunal Correccional de Lima, del 24 de noviembre de 1965.
Así terminó la historia de la calle Los Pinos, en San Isidro. Según la sentencia, Manuel Jesús Monterroso debió haber salido de prisión a fines de la década de 1980. Pero en esos años su nombre no volvió a aparecer en ningún diario del país.
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