Su nombre completo era César Alfredo Miró Quesada Bahamonde, pero todo el Perú y el mundo lo conocía como César Miró. En el Perú fue amigo cercano de José Carlos Mariátegui, y en Francia, en París, donde estudiaba, hizo buena amistad con César Vallejo. Hombre de fuerte temperamento y a la vez de una enorme sensibilidad, César Miró estuvo preso en 1927 (dictadura de Augusto B. Leguía) en la Isla San Lorenzo y luego deportado junto a Jorge Basadre, acusados falsamente de conspiradores. Su vida acabó hace 25 años, a las seis de la tarde del 8 de noviembre de 1999. Pero su memoria ha quedado intacta.
César Miró no solo fue un periodista culto y un literato de rica sensibilidad, fue también un exquisito dibujante. Estudió en el Colegio La Inmaculada, a inicios de los años 20, y desde allí, en esa hermosa casona de la avenida La Colmena (Nicolás de Piérola), caminaba hasta la avenida Abancay para leer, horas de horas, en la Biblioteca Nacional del Perú (BNP).
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¿Qué leía el joven Miró? Sus amigos han dicho que en esos años Miró revisaba febrilmente los poemas de Francisco de Quevedo, y también los cuentos y novelas de los rusos Fedor Dostoievski y Leon Tolstoi. Pero su autor predilecto era, sin duda, el novelista francés Marcel Proust, a quien admiró al punto de hospedarse en Francia en los lugares por donde este pasó en vida.
CÉSAR MIRÓ: EL AMIGO DE JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI
Aún en el colegio, César Miró participó en la elaboración de periódicos escolares, pero sorprendió más cuando poemas suyos de la adolescencia se publicaron en la revista “Amauta”, que dirigía Mariátegui, quien le tenía una gran consideración personal. Como el propio Miró dijo en una entrevista: “El aprecio era a la persona, no a su ideología”.
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Luego, esos juveniles poemas aparecerían en Buenos Aires, Argentina, bajo el título de “Cantos del arado y de las hélices” (1929). La publicación se debió a las gestiones del poeta peruano Alberto Hidalgo, residente en tierras gauchas. El gobierno de Augusto B. Leguía (“oncenio”) lo apresó “por motivos políticos”, junto con Jorge Basadre, encerrándolos en la isla San Lorenzo. Después, los deportaron a México.
Una faceta poco conocida de César Miró nos llevará a Hollywood, Los Ángeles, California, donde trabajó para la Paramount como escenógrafo de una cinta relacionada con el Perú: “El tesoro de los incas”; también se aventuró a actuar en la película “El milagro de la calle mayor”; y hasta participó en la elaboración del guion del filme: “El Cadillac amarillo”.
Al regresar al Perú, colaboró en el diario El Comercio con artículos y notas en las que se hizo conocido justamente como ‘César Miró’. Fue un buen lector y dedicado estudioso de nuestro tradicionalista Ricardo Palma, de quien se volvió un especialista investigador.
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CÉSAR MIRO: FINAMENTE CRIOLLO
Casi podría decirse que hoy no hay ningún peruano que no haya escuchado, alguna vez en su vida, el vals ‘Todos vuelven’ (’Todos vuelven a la tierra en que nacieron, / al embrujo incomparable de su sol, / todos vuelven al rincón donde vivieron, / donde acaso floreció más de un amor… “).
Es su más conocida composición, con música de Alcides Carreño. La canción no fue escrita en un lugar del Perú, sino en los Estados Unidos de América, y en un primer momento no fue un vals, sino una canción pensada para el guion de una película que no llegó a filmarse nunca.
A su retorno de Norteamérica, César Miró la transformó en un auténtico vals. Y así lo cantó, por primera vez, en 1943, la intérprete peruana Jesús Vásquez. Por una rara coincidencia, la otra canción famosa que compuso, “Malabrigo”, también la hizo pensando en una película que supuestamente haría con la colaboración de su amigo José María Arguedas. La canción quedó para la gloria del autor.
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Miró era un limeño de los de antes: con gracejo e ingenio a flor de piel. Por eso, su vínculo con el criollismo musical no sorprendió a nadie. A “Todos vuelven”, el canto del inmigrante, y al triste con fuga de tondero “Malabrigo”, se sumaron canciones como “Se va la paloma”, dedicado a la Virgen del Carmen de Barrios Altos.
CÉSAR MIRÓ: UN HOMBRE DE ESPÍRITU INQUIETO
El escritor y compositor fue también un conspicuo miembro de la Academia Peruana de la Lengua y de la Sociedad Bolivariana; así como embajador del Perú en la Unesco. No obstante, en el fondo, César Miró tenía el espíritu de un viajero impenitente.
En la década de 1950, trabajó en el Ministerio de Educación, en la Dirección de Cultura (antecedente del Instituto Nacional de Cultura - INC); asimismo, enseñó Historia de la cultura y obtuvo el grado de doctor en Literatura en Francia. Su tesis se tituló: “La imagen del Perú en Voltaire”. Miró sería incluso presidente vitalicio de la Asociación Peruana de Autores y Compositores (Apdayc).
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Aunque suene extraño decirlo, y a pesar de haber hecho todo lo enumerado, César Miró tenía un curioso título profesional: el de Contador Público, pero nunca ejerció la carrera. Lo que sí disfrutó hacer fue radio y televisión.
Esos medios de comunicación fueron unos imanes para él, se sentía un comunicador nato, y sin duda fue uno de los primeros “promotores culturales” del país. De eso podían dar fe personajes como Humberto Martínez Morosini y Luis Jaime Cisneros, con quienes trabajó codo a codo.
Miró siempre vivió orgulloso de sus orígenes, porque intuyó que su dedicación a las letras y al periodismo provenía de la fuente nutricia familiar. Fue hasta el último momento un hombre agradecido con la vida y nunca dejó de expresar su profundo amor al Perú.
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Su visión de la vida, más allá del arte, incluía la búsqueda de una vida familiar. Se casó, en primeras nupcias, con la poeta uruguaya Blanca Luz Brum, la viuda de Juan Parra del Riego. Luego contrajo matrimonio con Carmen Montoya Parodi, con quien tuvo un hijo, un nito y un bisnieto.
Una semana después de su muerte, en el Suplemento El Dominical, el editor y escritor Alonso Cueto recordó una frase del compositor: “Para mí no hay nada mejor que levantarme una mañana y escribir algo”. César Miró representó eso: el placer maravilloso de una vida sencilla.
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