MI TEOR
¿Ser bonita o inteligente? Ese es el dilema.
Hace años leí una entrevista al productor de un programa de surf: le preguntaban si prefería una chica regia y tonta o una fea inteligente. El tipo dijo que lo primero y se abrió en mi cabeza una caja de preguntas, dudas e inseguridades que guardaba ahí desde hace no sé cuanto tiempo. Y eso que en ese tiempo todavía no contaba a la inteligencia como un atributo de mucho valor para ser socialmente aceptada.Desde el colegio, sin ser muy consciente de ello, trataba de imitar a las chicas que yo creía bonitas. Me compraba la misma ropa, repetía peinados y por más que me maquillé de lila y celeste jamás pude ser ellas ante el espejo. Esos disfraces nunca me quedaron bien y me llevaron a ser más tímida, evitar muchas fiestas, partidos del Carmelitas, paseos por Camino Real, entre otras diversiones de la época; lo bueno es que utilicé todo ese tiempo para leer casi todos los libros de la biblioteca de mi casa y, por la cinefilia de mi papá, ir a ver cada película que estrenaban en el cine con mi mamá y mi hermano. Me divertía imaginarme como una de las hermanas March o como Jennifer Connelly cuando David Bowie la sedujo en “Laberinto”. Finalmente, creo que todo esto hizo que me refugiara varias horas del día en un burbuja de ficción.
Y esto me llevó en mis relaciones con los hombres a sentir que no era suficiente (bonita o inteligente) e, irónicamente, a no darle una oportunidad a otros por juzgarlos, también, superficialmente.
Todo esto cambió cuando me fui de Lima. Sola, allá, no podía esconderme en ningún lado ni encerrarme en mi cuarto. Tuve que vivir en plena realidad todos los días porque necesitaba adaptarme al lugar donde había elegido vivir y establecer nuevas relaciones como parte del proceso. Conocí a mucha gente desde que llegué, de otros países, edades, costumbres, con los que me sentía cómoda, porque las diferencias entre nosotros no me permitieron seguir con el mal hábito de compararme con los demás. Conocer personas tan distintas era como ser también una página en blanco para ellos. Esta nueva sensación de libertad trajo un gran alivio a mi interior.
A pesar de ser invisible en esa ciudad inmensa que me gustó desde el inicio, y de tener nuevos amigos, nunca pude dejar de estar acompañada al mismo tiempo de otra persona: yo. Y no digo que fue fácil mirarme en otro espejo y decirme: “Hola, hace tiempo que no te veía”, pero lo hice. Dejé de buscar otra identidad, ya tenía la mía. Me gustase o no.
Y llegué a una conclusión (que no me atrevo a generalizar): soy como esas paletas de helado de varios sabores. Es imposible dividirlos (y lo he tratado en alguna playa) sin que un sabor se quede pegado al otro. Así me veo ahora, y así trato de ver a los demás. Belleza (no solo la exterior), inteligencia, sensibilidad, demás virtudes y defectos, todos fundidos y confundidos en una persona que jamás será perfecta.
Y todo esto para decir que no busco a un novio que sea perfecto. Quiero un helado de más de un sabor que me deje descubrir de qué está hecho y que quiera descubrirme también a mí. Creo que eso, además de interesante, puede ser divertido.