La primera alcaldesa de Lima
El 15 de marzo de 1963 fue una fecha histórica. El Comercio informó al día siguiente que la señora Ana María Fernandini de Naranjo (1902-1982) había sido designada no por decisión del pueblo, sino del Consejo de Ministros del Gobierno provisional del general Nicolás Lindley López, como nueva alcaldesa de Lima. Un hecho sin precedentes en el Perú.
“Es un señalado honor que se me confiere y que lo considero más que una distinción a mi persona, un homenaje a la mujer peruana”, fueron las primeras palabras de la alcaldesa. Tenía en mente los pocos meses del año que le restaban para hacer sentir al pueblo limeño que había una autoridad con personalidad en el sillón municipal.
Durante toda la semana previa a la juramentación, doña Anita recibió felicitaciones de amigos y familiares. Pero el lunes 25 de marzo fue el día más importante de su vida. La Sala de Sesiones del Palacio Municipal abrió sus puertas al nuevo Consejo Provincial de Lima.
Encabezó la ceremonia el Prefecto de Lima, Coronel Tomás Acha Monzón. Tras los acordes del himno nacional, interpretado por la banda de músicos de la Guardia Republicana, y el reconocimiento de los regidores limeños, llegó el momento clave para doña Anita.
El “sí, acepto” resonó en los viejos salones del Palacio Municipal. Y unos segundos después la insignia oficial de alcaldesa brilló en el pecho de la señora Fernandini de Naranjo.
Pero ella no fue la única mujer que asumió un cargo esa tarde. Lo hicieron también las cuatro nuevas regidoras: Elvira Miró Quesada, Violeta Criado Tejada de Benvenuto, Jesús Rosas de Tovar y Alicia Fernandini de Hohagen.
Un discurso para la historia
En su primer discurso, doña Anita estuvo profundamente emocionada. Dijo a todos que solo tiene en el alma dos escudos grabados: “El del Perú y el de la ciudad de Lima”. Y aseguró que todas las ideas o los proyectos constructivos serían bien recibidos en su despacho.
Si bien la alcaldía de los años ‘60 -como se reseñaba en aquel entonces- abarcaba básicamente el aspecto funcional, resuelto a través de una buena “política económica”, y los problemas propios de la ciudad, afrontados desde la “actuación edilicia”, la nueva autoridad acentuó su discurso en los planos “cultural, moral y asistencial”, como parte también de la tarea edil.
El enfoque era muy tradicional, y se centraba en una perspectiva de “beneficencia pública”. Consciente de su efímero mandato, la primera alcaldesa se abstuvo de prometer grandes obras, aunque no desestimó realizar “acciones prácticas y constructivas”.
Con inusitada humildad, se asumía como “servidora de la colectividad” y una persona preocupada en velar por el “progreso y bienestar” de la ciudad.
“No tenemos otra Ley que las sublimes enseñanzas del Evangelio que es el mejor código para regir los destinos de pueblos y naciones”, marcó así una línea de conducta, para terminar por ampararse en la Patrona de la Ciudad: Santa Rosa de Lima.
Las vivas al Perú cerraron la ceremonia, que fue sabiamente rociada con sabrosos cócteles.
Bemoles de su breve alcaldía
Su labor municipal hizo noticia en algunas ocasiones. En una acción claramente moralista -retrógrada, dirían sus detractores- empezó una campaña contra los espectáculos de “strip tease” que se daban en la capital; de esta manera, mandó cerrar varios Night Club del centro de Lima. Este hecho y su apego a un código moral muy férreo, le ocasionó el ataque de cierta prensa y el inevitable escarnio público.
Sin embargo, el tesón de esta mujer fue conmovedor. Estaba empecinada en construir una capilla en honor a Santa Rosa, en la propia cima del cerro San Cristóbal, y así con seguridad embellecer los alrededores del hoy casi abandonado “apu” limeño.
Lamentablemente, el hermoso proyecto no tuvo el apoyo político necesario, y, como dice el periodista Fernando Vivas (13 09 2010.PDF), doña Anita “hubo de resignarse a restaurar el viejo convento de la avenida Tacna”.
Se había casado con el ingeniero Alberto Álvarez-Calderón Flores. Tras enviudar, contrajo nupcias con Eduardo Naranjo. Vivió, primero, en una casa miraflorina, y su última morada fue una mansión al final de la avenida Salaverry, en San Isidro. Murió a los 80 años, involucrada en campañas por la paz mundial.
(Carlos Batalla)
Fotos: Archivo Histórico El Comercio