Terremoto en las alturas
Marcho sola a la zona devastada por el terremoto de magnitud 7,1. Más de 2.000 personas han muerto y la cifra sigue ascendiendo. Vuelo desde Beijing hasta Xining, capital de la provincia de Qinghai con una altitud de 2.275 metros. De aquí parto hacia la prefectura tibetana de Yushu, donde se encuentra Jiegu, un pueblo de pastores de la misma etnia del Dalai Lama donde el 85 por ciento de las construcciones se ha desplomado. El viaje por carretera demora 16 horas en promedio y hay que atravesar la meseta tibetana que en ciertos puntos supera los 4.000 metros de altura. Y yo de pequeña, me mareaba hasta en Chosica.
Llegué a Xining un día antes para aclimatarme y hacer las coordinaciones del viaje. Creo haber nacido al mismo nivel del mar y por alguna deficiencia genética me da soroche hasta cuando me subo a una silla. Llevo muchísimos años investigando el mal de altura, he preparado mi propio sistema de entrenamiento y ya conozco mis propios límites. Antes de viajar a un destino, lo primero que reviso es su altitud.
Ahora entiendo porqué me pusieron Marina. Me siento como pececito en el agua hasta los 1.500 metros de altura. Entre los 1.500 y los 2.500 puedo aclimatarme sin medicamentos. Desde los 2.500 hasta los 3.500 no funciono sin fármacos. A partir de los 3.500 hasta los 4.000 necesito todo lo anterior: aclimatación, medicinas y un programa especial. De 4.000 a 4.500 sé que es mi último tramo. Después de 4.500 está ubicada mi zona de muerte.
No había mucho tiempo para permanecer en posición horizontal cuando llegué a Xining. Tuve que preparar el viaje de 16 horas, alquilar el auto, contratar al traductor tibetano e investigar la ruta. Ascenderíamos desde los 2.275 hasta los 3.700 metros de altura aunque en algunos segmentos, los picos superan los 4.000 metros. Había que atravesar la meseta tibetana con temperaturas bajo cero por las noches.
No pude convencer a ninguno de mis colegas hispanohablantes para marchar a Jiegu. Los periodistas angloparlantes ya estaban en camino o habían llegado a su destino. Me decían que si no me apuraba, la nieve cerraría el paso. El chofer y el traductor ya conocían la ruta y me advirtieron lo que me esperaba. Apunté las recomendaciones y preparé el equipaje con gran esmero:
- 1. Medicina para el mal de altura (Con pastillas de acetazolamida, ya he probado distintas marcas, incluso las chinas)
- 2. Ropa especial de invierno para resistir temperaturas bajo cero.
- 3. Diez litros de botellas de agua para compartir con otros colegas.
- 4. Fideos instantáneos, 3 kilos de manzanas y caramelitos de limón.
Partimos a las 3 la tarde del sábado desde Xining. Hasta que anocheció no noté ningún cambio en especial aunque ya estaba totalmente medicada y bebía como vikingo litros y litros de agua. Solo me comí una manzana. Pero el frío empezó a penetrar mis botas de montañista mientras la noche caía. Igual me quedé dormida sobre la ventana del carro.
De pronto, desperté en la madrugada. El traductor dormía plácidamente y para felicidad de todos, había apagado su música, bella al principio pero horrorosa después de escucharla cuchucientas veces. Yo estaba de mal humor, empiezan los primeros síntomas me dije. Le pedí al chofer que estacionara el auto porque iría al baño. Es decir, detrás de algún arbusto.
Llegué a tiempo para vomitar la sopa de pollo del almuerzo. También el desayuno del día anterior. Respiré profundo y volví al auto. ¿Te sientes bien?, me preguntó el maestro conductor. Le respondí con otra pregunta. ¿A qué altitud estamos? Dijo que aproximadamente a 4.000 metros. Ya tenía un fuerte dolor de cabeza, mis manos y mis pies estaban helados pero me quemaba el rostro. Volví a tomar más medicina y más agua.
Pasamos a una fila de camiones con ayuda humanitaria que se dirigía a Jiegu. Nos pasaron varias camionetas 4×4 y otros vehículos que llevaban la banderola de voluntarios. Recordé mi primer y único viaje a Huancayo y el fatal paso por Ticlio que al menos me sirvió para conocer mi zona de muerte. Tendría como 20 años de edad y soñaba que algún día conquistaría las alturas.
Me quedé otra vez dormida, quizás contagiada por el sueño que invadía al traductor, quizás por los efectos de las pastillas. El conductor apenas bostezaba. Ambos nacieron en Qinghai, son chinos de la etnia tibetana y el viaje les parecía pan con mantequilla. “Despierten, ya llegamos”, anunció el chofer.
Estaba amaneciendo cuando cruzamos el arco de bienvenida. A ambos lados del camino se habían desplomado las tradicionales viviendas hechas de barro y madera. A lo lejos aparecía la estatua del Rey Gesar, en el centro de la plaza de Jiegu. A los pies del soberano, se extendían las carpas de los damnificados. Recordé las epopeyas de Gesar que leí hace muchos años cuando estudiaba literatura. Por entonces, mi padre aún vivía.
Repentinamente, me sentí mucho mejor.