Humildemente, una estrella
Algún día, si se puede, probaré la cocina de Víctor Gutiérrez, el chef peruano que hace 8 años abrió un restaurante en la provincia de Salamanca, en la comunidad autónoma de Castilla y León (noroeste de España) y que hace cinco años la guía roja Michelin, en su edición española, le concedió su primera estrella.

(Foto: Consuelo Vargas)
Fui a entrevistarlo el lunes pasado, y quedamos en reunirnos en el restaurante de Javier Wong, en Santa Catalina, lógicamente después del almuerzo (no iba a bombardearlo con preguntas mientras degustaba por primera vez la sazón del maestro). Y lo primero que me gustó de él fue su sencillez. También me encantó el detalle que Javier tuvo con él: me contó que lo presentó ante sus comensales, les dijo quién era, y les pidió un aplauso. Se me pone la carne de gallina, nada más contarlo.
Super buena gente Víctor, que primero que nada me contó que nació en Madre de Dios (Tarapoto, cuna de su madre) y que a los ocho meses lo llevaron a Pisco, de donde es su padre (periodista, por cierto). Hasta los nueve años estuvo allí, y luego vivió en Lima, entre Lince y Jesús María, estudiando en el colegio nacional Hipólito Unanue.
Luego, a los 17, gracias a una beca, se fue a estudiar a la ex Unión Soviética… y cuando decidió mudarse de allí porque sus estudios de arquitectura no le convencían, emprendió camino hacia España, pasando por Berlín el día exacto en que el muro cayó: el 9 de noviembre de 1989. “Lo tengo marcado en mi pasaporte”, me dijo con emoción.
Vino a Lima porque en la última edición de Madrid Fusión el crítico gastronómico español Ignacio Medina le presentó a José del Castillo (La Red), Héctor Solís (Fiesta) y al piscólogo Johnny Schuler, quienes le ofrecieron acogerlo en Lima cuando decida venir. Sin pensarlo dos veces, se animó y voló hasta acá para comprobar en persona ese “boom gastronómico” del que tanto se habla.
Fue a los restaurantes de Gastón Acurio, también fue a Tarwi, estuvo donde Toshiro y también con Christian Bravo, además de Malabar y Hanzo, sin dejar de mencionar el Boulevard Sur Plaza de noche, claro.

(Foto: Consuelo Vargas)
Le asombró un poco el hecho de que aquí los cocineros sean tan ejecutivos, que pasen tanto tiempo fuera de la cocina ocupándose de otras cosas. Claro, muchos se dedican también a administrar su local, y de hecho deben haber dejado por un momento los fogones para acompañarlo, invitarlo, conversar con él y todo eso, porque no cualquier día se puede hablar con una estrella Michelin, ¡y mucho menos peruano!
Pero me contó que en España, salvo Ferran Adrià y un par más de chefs, todos los cocineros cocinan, y él hace eso, cocinar, codo a codo con las cuatro personas con las que comparte la pequeña cocina de su restaurante (que atiende solo a 20 comensales por vez). De hecho, en su brazo izquierdo tiene una larga cicatriz que se hizo al manipular azúcar caliente para hacer un postre. Es una de sus heridas de batalla.
Del Perú me dijo que había visto que éramos muy comilones: en una cuadra de Canadá hay dos o tres restaurantes, en la esquina hay un carretillero y si te paras unos minutos a ver, notarás que dos personas han pasado comiendo algo. “Por eso se cocina tan bien acá”, me dijo.
Y de la estrella Michelin, su mejor carta de presentación, bueno, me dijo que era un “regalo envenenado”: se la dieron y literalmente lloró de felicidad (una amiga lo llamó y le dio la noticia, luego un amigo se lo confirmó y al final consiguió la guía y lo vio con sus propios ojos), celebró con champaña con su equipo y su familia (tiene esposa y dos lindas niñas), pero al día siguiente empezó la tensión, porque lo que debía hacer ahora era mantenerla. No llenar el salón de gente, no alzar la nariz y sentirse lo máximo, no buscar mejorar con alguna creación hipermaravillosa, no. Tenía que seguir siendo bueno, nada más. Y cuenta que esa tensión es terrible y se acrecienta más y más cuando la guía está por lanzar su nueva edición, cada noviembre. ¿Se imaginan?
Bueno, supongo que la seguridad en uno mismo lo es todo, y de hecho, hablando con Víctor Gutiérrez en persona, entiendo que la humildad y la honestidad también.
Apuntemos al producto

(Foto: Archivo personal de Víctor Gutiérrez)
No quise dejar de preguntarle a Víctor cómo hacía para conseguir insumos peruanos en Salamanca (su cocina es local, pero le hace un guiño al tema peruano utilizando insumos de acá). Me dijo que algunos se consiguen por Internet (harina o pulpa de lúcuma, que usa para su helado de lúcuma y oro líquido, en la foto), otros por una red de inmigrantes que tienen una tiendita o que contactan a gente por intermedio de viajes y traen el mandado, lógicamente a precios astronómicos: un kilo de papa amarilla puede costar 8 euros.
Entonces, lo que se nota es una tremenda necesidad de producto peruano fuera, a través de una venta formal. Limones, ajíes, papa amarilla, lúcuma… Y no solo para los restaurantes peruanos, porque él mismo confesó que no hace cocina peruana, pero que usa insumos que le ayudan a crear un nexo con nuestro país, y que le permite decir a su comensal, que viaja mucho y hace un turismo muy cultural, que se anime a conocer los insumos del Perú, que vaya a comer al Perú, porque aquí está el origen de su sabor, su esencia. Me parece un gran aporte.
Una frase de Víctor Gutiérrez, quien prefiere llamarse cocinero y no chef: “El cliente es como una copa, si se quiebra no se puede reparar”.

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