El instante eterno
Habíamos divagado extensamente sobre el amor en las novelas y que ya no era un tópico atractivo. Nadie lee “María”, de Isaacs. Los temas sociales impactan con mayor poder. Es lo que afirmaba el profesor X. “Dejemos el amor romántico, medieval y populachero en las telenovelas”.
Pero, al decir verdad me importa muy poco cuando algún ilustrado habla de tópicos literarios válidos o inválidos, pues yo escribo sobre aquello que me inspira o me turba en el momento que trazo las líneas de mi historia. En mi novela el amor era sustantivo y tenía algunos de los elementos de una vieja película que me impactó cuando la vi en un Cine Club hace algunos años, me refiero a “Verano del 42″, de Robert Mulligan, basada en las memorias del escritor Herman Raucher.
En aquella trama (el contexto era una temporada de playa) un adolescente, Hermie, se enamora en secreto de Dorothy, una mujer bella, pero mayor. Era la segunda guerra mundial y Dorothy aguardaba noticias de su marido, que servía en el frente.
Hermie la ama calladamente y así la quiso durante aquella temporada de playa en aquel pedazo de costa. Una tarde el muchacho la visita y las coincidencias operan como operan lo que nos es inesperado. En aquel preciso momento, sí, en aquel preciso momento, Dorothy recibe un telegrama del gobierno anunciando la muerte de su marido en combate. Ella llora desconsoladamente, Hermie se acerca timidamente y coloca una mano en su hombro, no se atreve a abrazarla, pero el acercamiento se produce y en medio del llanto de ella se sumergen en un mar encrespado de pasión, de pasión loca y agitada, como debe ser. El desenfreno atronador dura lo que el asombro, una hora, dos, lo que fuera que deba de durar. Ambos se desbordan, parecen quererse arrancar la piel a dentelladas, se recorren, estallan.
Al día siguiente Hermie vuelve a buscarla, pero encuentra, sorpresivamente, una casa deshabitada. Dorothy se había ido para siempre. Él nunca la volvería a ver. Esto le pasó al escritor Robert Mulligan, quien recibió muchas cartas de falsas Dorothy desde que dio a conocer su historia. Lo cierto es que aquella solitaria, única y nunca repetida escena de amor intenso fue fundamental y reunió a un tiempo toda la eternidad. Al decir verdad, pensaba en este tema mientras elaboraba unos fragmentos de mi novela “La danza del fuego”, en aquella instancia primera en la que el erotismo y la gastronomía se hacían uno y en la que mis personajes se amaban en medio de un montículo de ingredientes sobre una mesa, ensayando el gusto y explorando el camino de la conjunción de todos los sentidos. Era, como en la película, una pareja que no se volvería a ver jamás
Nadie puede superar ni con años la sustancia y trascendencia de aquel amor de minutos, aquel momento único e imperecedero, como aquel entre Antonio Madrigal y María de Armenteros, los protagonistas de mi novela que ya leerán (los que gusten hacerlo). No eran los cuerpos sino las almas las que se encontraban y tal unión esencial hacía del momento inmortal.
Además, mientras escribía aquel tramo de ficción releía y analizaba el gran ensayo de Octavio Paz sobre el amor, “La llama doble”. El amor que se prodiga (quizás por una sola vez y por minutos y horas), pero que no se repetirá, a una mujer(o de una mujer a un hombre, o como gusten) puede trascender al tiempo, ser eterno o cumplir la ley del eterno retorno de Nietzche, dar vueltas y vueltas en el tiempo sin morir.
“El amor está sujeto a las condiciones de la tragedia de la vida, al paso del tiempo, a la pérdida de la belleza y de la juventud, a la enfermedad y a la muerte”, escribí en un artículo reciente. Pero el amor esencial es conciencia de muerte e intento por eternizarse en un instante. Cuando tal fusión se realiza, nada puede derrotar el momento cumbre del amor. Desde luego, ese instante de dicha habrá de dar paso, al dolor de dos criaturas mortales que se separan. El amor cambia, el dolor lo signa y le da plenitud. Está condenado a convertirse en otro sentimiento y a perecer con nuestra propia mortalidad. Sin embargo, la clave es precisamente esa, apostar contra el tiempo en un encuentro supremo, fugaz e imperecedero a la vez. “El tiempo del amor no es grande ni chico: es la percepción instantánea de todos los tiempos en uno solo, de todas las vidas en un solo instante”.