Descubrimiento
En “El ruiseñor” de Bernard S. Brycke el monje descubre el mundo de las sensaciones en una flor. Tal descubrimiento lo aparta de su fe. El profesor descubrió esta novela en una biblioteca de Madrid y la recomendaba pese a la imposibilidad práctica de conseguirla.
Su estructura era la de un círculo, el punto de origen era el final, la historia por alguna razón volvía a aquella escena de la flor sin ser un flashback. El monje abandonó el convento con una gran desazón, asumiendo que el amor era apenas una fantasía y que el único don que nos había sido dado era el de la naturaleza, no siempre propicia a la virtud.
El camino lo llevaría por los trajines de la culpa y del miedo, pues no sabrá ni aún en el final si es que tiene razón o no. No tenerla era para él condenarse al fuego del infierno sin camino de vuelta. “Solo pasado el umbral sabemos si estuvimos equivocados”, dice en uno de sus argumentos geniales.
El descubrimiento lo lleva a los brazos de una mujer y de otra. Repara que lo que ellas buscaban de él solo era la piel y que todo en el mundo no era sino el imperio del deseo. El amor era estadísticamente un elemento extraño y Martell (que es como se llamaba) experimenta una vorágine de deleites. El sentimiento real era la exquisitez y fortuna de unos pocos.
En efecto, Martell se enamora de Ana y ella lo rechaza. Aquel tramo que lo debía llevar de vuelta al redil se torna en un infierno. Ni las dotes líricas ni el buen corazón de Martell impresionan a Ana, que solo accede cuando él opta por seducirla apelando al deseo, deseo sin amor, por cierto. Su teoría tiene ahora un sustento.
Martell acuchilla a Ana, desengañado del mundo y se interna en los bosques para morir, pero encuentra a Fray Alonse, quien lo lleva al convento y lo devuelve a aquel pequeño jardín de rosas y petunias. Allí, el monje (aunque no recuperado del mundo) vuelve a las mismas preguntas, cuyas respuestas en el fondo conoce, pero que, ahora, en su reducto de esperanza frágil, pretende olvidar.