Madre
Mi abuela solía recortar las columnas de los diarios y pegarlas en un álbum. Eran tiempos en los que las mujeres permanecían en casa y ella permaneció en casa aspirando a ser como aquellos que leía. Muchos de aquellos autores eran las grandes firmas del suplemento El Dominical de El Comercio, donde hoy escribo y de cuyo equipo soy parte.
Esa fue una tradición que llegó a mi madre (que me contó de aquella afición). Mi madre leía, sobre todo, a los pensadores que trazaban las letras de aquel suplemento cultural del diario El Comercio y me enseñó sobre el valor de guardar los artículos como joyas. Me animó a elaborar mi propio álbum. Recuerdo aún en mi colección muchos de esos extraordinarios emblemas de la inteligencia y en particular un artículo sobre la envidia que Hegel provocaba en Schopenhauer. Ambos eran maestros de la misma universidad, pero Hegel llenaba el aula, muchos lo escuchaban de pie. Mientras el filósofo pesimista tenía no más de diez alumnos. Recuerdo muchos artículos más (incluyendo los del viejo y liberal Expreso), pero me prolongaría al infinito. En algún momento de mi adolescencia dejé el hábito de coleccionar columnas. El mundo me llamaba al juego y por años prescindí de la lectura, mientras mi madre bregaba por recuperarme.
He perdido ese álbum, pero no la memoria de las inquietudes intelectuales de mi madre, que nunca pisó una universidad, pero que leyó a Freud y tenía como biblia “El criterio”, de Jaime Balmes . Por ella esa fue una de las primeras, sino la primera obra que leí.
Ella me enseñó a pensar y a escribir mis pensamientos. Ella lo hacía sobre papeles que luego cortaba y guardaba en un cajón, dispersos. Entusiasta, se los mostraba a todos como una travesura, pero especialmente a mí en secreta complicidad, con esas letras de patas de araña. Aún hoy en la bruma, nunca deja de llevar uno de esos viejos articulos en su cartera.
Pintaba cuadros (fue alumna de Miguel Ángel Cuadros) y escribía, porque mi madre hubiera querido ser Gauguin o, con menos plataforma, alguno de esos grandes intelectuales que escribían libros y cuyos pensamientos se plasmaban en ese gran referente que era y es El Dominical o en algunos de esos suplementos de la cultura, tan extraños en nuestro medio.
Para variar, mi madre hizo un álbum con mis columnas porque su criatura pasó a ser un buen día uno de esos columnistas que ella admiraba. Comencé en el diario Correo y ella no dejaba pasar la ocasión para leerme y releerme aun cuando lo que escribía era lo que a ella menos le interesaba: la política. Pero le emocionaba ver mi foto en la página de un tabloide. Mi foto era la carta de presentación que completaba y enriquecía el artículo. Yo hacía de tripas corazón por estar, por siempre estar, y mi madre me leía y me leyó cuando comencé a escribir en la página de opinión de El Comercio. Era su premio mayor y era el mío. Ambos viejos tenían casi en un altar aquel primer artículo que publiqué en el decano y que titulé: “Los desahuciados de siempre”, en contra de la indiferencia que solemos guardar por los ancianos.
El premio mayor para ella fue cuando entré a trabajar a El Comercio (diario que era una tradición familiar desde muy detrás) y más todavía cuando me incorporé a El Dominical hace un par de años. Ella se dedicó a coleccionar mis artículos con devoción. Si una admiradora tuve, mientras la razón y la luz clareaban su mente, era mi madre (desde luego, también mi enorgullecido viejo). Ella, como él, releyeron mi primera novela infinidad de veces y nunca faltaba uno de mis libros en la mesa de noche de ella. “Bueno, es que son tus padres”, dirán. Pues sí, quizás…
Ella hubiera querido escribir una columna, que leyeran sus pensamientos. Admiraba la pluma de una poeta que nos obsequiaba con sus pensamientos desde Luces (de El Comercio), no la dejaba de leer. Pero tampoco dejaba de leer a aquellos que escribían con el corazón, con la locura, antes que con el rigor del intelecto, fue profundamente erasmiana. No eran los tiempos aún en los que las sombras acechaban su pacífica lumbre, aun distaba del más fiero de los laberintos.
A ella, a mi madre, le debo cualquier inquietud intelectual y se la debo desde aquellos años remotos en que, muy pequeño, me hablaba de Dios y del infinito, de Borges y de los cometas, del supremo misterio de la vida que ella, con sus escaseces parecía conocer y que yo me esforzaba y aún me esfuerzo por comprender.