Día del padre y Retratos
Todo lo que puedo decir de mi padre está en “Retratos de mi padre”, el homenaje poético que ha llamado la atención lejos (quizás publique una segunda edición fuera de las fronteras, ya contaré). No entraré en detalles sobre la edición o sobre la calidad de este poemario que ha interesado pese a mi pesimismo cauteloso. Por lo menos el aliento insospechado me anima a seguir escribiendo y así será (ya tengo en paciente espera otro poemario y una novela descarnada sobre escritores, sí, sobre lo que es ser escritor en el Perú).
Ya entrando al centro de este post. Mi padre fue un héroe preocupado y lo fue hasta el último aliento. Las mayores lecciones se las debo a él. “Los cobardes mueren todos los días, los valientes solo una vez”, decía con persistencia, repitiendo a Shakespeare (Julio César).
No tuvo la educación que él mismo me dio ni los cuidados que me proveyó ni algún ser preocupado que apagará la luz de su mesa de noche al llegar tarde cuando cierran los espejos. No tuvo, digo, como yo, los libros y cuadernos a tiempo, la cena pascual puntual, los cantos ensimismados y alegres del paseo dominical.
Él ahora habita en la elegía de mi libro, como el padre de Jorge Manrique habita en la inmortalidad de sus coplas. No soy Vallejo ni pretendo sus alcances al fin de mis batallas. Ignoro si le habré dado la inmortalidad con mis letras. Demasiada pretensión para quien no es más que como aquel personaje de Tabaquería de Pessoa, el callado observador que “aguarda a alguien al pie de una puerta de un muro sin puertas”. Así de bruta es la esperanza.
No aguardo el reconocimiento de los pares (soy un solitario de círculos) ni de mis contemporáneos ni el sello que se presta sin devolución a los inmortales. Me respaldan con devoción solo mis letras y mi insistencia. Apenas eso.