Pablo Picasso no soy yo
“Nunca esperes”, le dije. mientras observaba su cuerpo en la avenida. Todos se amontonaron para ver su cadáver. Se llamaba Joselo, aunque lo conocíamos más con el apelativo de “Pablo Picasso”. “Pinta como los dioses”, dijo su abuela antes de morir. Pero yo insistía en que siempre lo saludable es no esperar. “Vive el día”.
Lo acompañé aquella tarde a su exposición en Miraflores. “Marinería chalaca”, “Esperpentos”, “Mares y monstruos” eran lo mejor de su creación. En la colectiva su obra resplandecía y él relumbraba mientras aguardaba al primer observador de sus pinturas. Un señor de saco azul se acerca y mira, en su cara no hay un rictus. No aprueba ni desaprueba. Silencio. Una señora de vestido floreado pasa sin mirar. Todos se reúnen en torno a los cuadros de Florencia López. Otros corren y comentan la obra de Leoncio Martínez.
Algunas horas después, los acrílicos de Joselo pasan desapercibidos. Martín Rocha, crítico de arte toma nota para el Diario. Tiene el imperativo de referirse a todos los creadores de la muestra. “La obra de Joselo L. carece de brillo y originalidad, sus colores difusos no aportan a aquellas formas mal trazadas”.
Joselo exige que no lo llamemos Picasso. Bebe un trago, dos. Echa una gran bocanada de humo. Está dispuesto a renunciar. Yo lo observo y llamo a mi editor para que paralice el proceso de producción de mi novela. Temo pasar por el mismo trance. “Toda obra de arte aspira a una derrota, a la condenación del artista”, dice. Mi editor no responde al teléfono e insisto en llamar, decidido a no seguir. “La vida es corta para exponer el talento”.
Pablo Picasso ha muerto. Joselo también. Mi novela quedó trancada en la imprenta con un ligero rojor en la tapa. Igual nacerá. Recordé a Joselo cuando vi uno de sus cuadros entre los desperdicios de mi garaje.
(Encima, un cuadro de Monet)