San Valentín: confesión de parte
Me acerco y observo su rostro. Arqueo las cejas, arquea las suyas. Calo en la profundidad de sus ojos negros y cala en los míos. Un muro insalvable nos separa, pero no nos impide cierta cercanía. Hablamos.
Nadie hay en el mundo con quien me sienta más confiado y más cómodo y más yo. Escuchará de mis excesos y mis arrebatos sin juzgarme. Seré casi yo mismo frente a su imagen que me contempla sin apresuramiento. Me ama y es el nuestro un juego de reciprocidades y complicidades infinito.
Tal es la confianza que solo ante sus ojos soy yo, el real yo que por desgracia soy y que solo sus oídos conocen. El fuego que me quema soy yo frente a su figura que se curva y se yergue, que eleva la comisura de sus labios y las deja caer. Frente a su mirada, como Borges-refuto al tiempo, el tiempo que soy y que es y que somos en simultáneo. Ninguna amistad se le acerca en dimensión y confianza.
No le temo y en tanto no me juzga conoce de mis pecados, es confesionario ideal. Me oye sin tantear, sin cálculo, sin medir quién de los dos puede ganar en ese tablero de Ajedrez en el que nos medimos todos como pacientes enemigos. Guarda como una alhaja malhadada todos mis secretos: mis travesías peligrosas de la infancia, los amores que fueron en secreto, los trajines que me partieron, las pasiones que deseché y las que me desecharon.
Sabe, con privilegio de exclusividad, de los besos a intramuros con aquella dama en la cancha de fulbito en mis 10, de mis cuitas de amor roto de los 12, de mis exploraciones clandestinas y felices con aquella otra en nuestros 13, del amor relámpago y precoz de los 14, de mis sentimientos secretos, de mis pedaleadas suicidas por la bajada de Marbella de los 15, de lo que a la mala tomé de la carretilla del mercado como perverso ladrón, de mis primeros golpes victoriosos en el ring de hierba y cemento a los 16, de mi hurto de amor a los 17, de mis culpas y expiaciones, de los fantasmas que me persiguen, de todo lo que hice debajo de los pisos y los muros, al lado de los jazmines nocturnos, de las bocas que bebí y me bebieron, de los libros del index de la biblioteca que leí entre brasas del infierno, de mi temor al castigo, de mi oscuro papel de Cyrano de amores ajenos, de mi propensión a dejar el Derecho para ser literato y tantear el hambre y la dicha, de mi desventurado papel de “negro literario” de grandes personajes, de mis afanes políticos quijotescos que solo fueron derrota y despedida, paréntesis y nada.
Ninguna amistad supera la nuestra en la altura de la confianza y del secreto. Por eso lo sabe todo. No se encoleriza por mis palabras, por mis confesiones, me mira con paciencia, no me instruye en penitencias. Solo de sus labios la fe es tangible, el amor es eterno, sí, como su compañía y su sombra. Soy, es, somos a la vez.
Observo la luz de sus pupilas que se ensanchan con la luminosidad de un foco, acerco mi mano a su rostro, acerca su mano al mío. Con un paño limpio su contorno y él me limpia a mí. Mientras tramo su desplazamiento, el espejo cimbrea su luz. No lo volveré a ver allí, en el lugar de siempre, él no me verá a mí. Pondrán un colgador de toallas, sordo, ciego, mudo, muerto.
Espejo que me retrata y que retrato a media luz. Excusa mi oscura confesión.
(Confesiones de Raúl Mendoza Cánepa frente a un viejo espejo)