La insoportable levedad del ser
Él lee a Kundera. Ella lo escucha. Él boquea para volcar el humo del cigarro. Ella lo escucha sin entender. “Tomás odia los pesos”, dice despacio. Ella, Jane, sigue sin entender.
Las cargas nunca se ciernen, pues Mark vuela entre nubes. Hacen el amor. No la retiene. Acostarse con ella no es lo mismo que dormir con ella. Dormir sería un ancla perversa. Él volverá a la calle una vez que ella se haya ido. Será el cazador en la penumbra.
“Es una amistad erótica”, susurra frente a una copa, “como cualquier otra”. Vuelve a Kundera. La levedad es todo, insoportables son las cargas. No ama. No se compromete. Bebe. Contempla. Se aquieta, se agita. Noche de danza. La una en el reloj. Vuelve a la caza, roza manos, telas, cuerpos. Una gitana de ojos oceánicos lo observa. Se observan. Cruzan miradas, penetran las brumas, socavan tinieblas. Ninguno de los dos se acerca. Él pronto gana la calle. A solas. Apenas se han tocado. Él adivina la dimensión de sus pechos, la coloración que los surte en los vértices, el deseo que se perdió en un adiós prematuro. Entre los múltiples ojos de las noches y los días, eran los de ella los predestinados desde la raíz del universo. La mitad perfecta se deshizo con un ademán.
Esa mitad es perfecta, más que perfecta, única y no fungible, pero no le hará el amor. El amor lo hará antes a él como una traición. Relee “Rayuela” para olvidarla, para reenamorse de La Maga. Las páginas no son las flechas de la intemperie real, son cuevas imaginarias en las laderas de las cumbres. Los ojos atlánticos de la gitana martillan su mente. Él huye veloz. Camina a trancos por la alameda. Corre de su sombra, que es la de ella. Acelera el paso. Vuelve. Abre la puerta y se tiende sobre la sábana. Huye de un espectro al que nunca tocó. Su cara de alabastro, sus cabellos, el mohín de su boca con la comisura marcada en una U abierta y firme. Cierra los ojos. La gitana asalta su sueño. Él se sobresalta. Se prepara un café. La gitana lo embosca. Su mirada cruza el aire espeso. El humo tiene hoy una consistencia extraña. Cierra los ojos, los vuelve a abrir, las humaredas copan los espacios y perfilan algunas formas. La gitana sobrevuela. Sigue allí. Es un fantasma que lo cerca, que lo espanta.
“El whisky ralea la memoria”, él lo cree. Bebe, sorbe, pero el whisky intensifica los colores y aviva la conciencia. Es inútil. Se lleva a la garganta la última gota. Los dedos largos de la gitana, sus pupilas frescas, su boca encendida, se contienen en toda su casa. Esmeralda. Notre Dame, todo es un sueño. Víctor Hugo, una extensión de la ficción. Sí, apenas eso. Promete abandonar las novelas. Pero ella sigue allí. Merodea los muros y el patio, lo persigue entre los geranios. En la vigilia, en el sueño. Es un espectro empecinado. Mark toma un vuelo a Montevideo. Es corto el tramo. Persiste. Más lejos aún. Vuela a París. Ella no cede. Un día, dos, tres. Moscú. No la detienen las geografías ni las distancias. Vuelve a Buenos Aires y a los antiguos cuerpos, los recorre, los mide, los engulle. Jane dormirá con él. María también y Ana, pero Esmeralda invadirá los intersticios de los muros. Su carga ha adquirido la textura del acero. Esclavo, obseso, turbado animal de los bosques. El amor es un monstruo que todo lo crea y todo lo destruye al mismo tiempo.
“Si la tomara, si solo cavara entre esos muslos, si fuera mía, si derramara toda mi savia en sus entrañas; solo así el amor, demonio de la aurora habrá de morir”. La busca en el bar, en las madrugadas heladas, en los cañaverales. No se agota hasta que la encuentra. Bar Azul, doce de la noche. Los ojos se penetran como en aquella vez. La invita. Ella cede. Bailan. Caminan por Los Jazmines, cruzan la avenida. La casa se yergue hospitalaria. El amor llega al matadero. Se desvisten. Él tiene prisa. Matar es cosa seria. Hundirá su bravura animal sobre ese cuerpo blanco, sobre esas piernas lechosas. El hechizo morirá en el encuentro de los cuerpos. Será la muerte de Platón. La ternura será olvido, será la muerte de todos los poemas. Ella no se quedará. No dormirá con él. Dormir y acostarse con ella sería una contradicción.
En el conjuro de las materias y en el confín de dos anatomías, el amor, por fin, habrá sido derrotado.