La ley de la libertad
Siempre he asumido que el ideal que sintetiza toda la justificación del Derecho se encuentra en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; entre éstos la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad“. Esencial principio jeffersoniano, en especial este último, sobre el que deseo detenerme.
Thomas Jefferson no concibió la felicidad como un derecho por una suprema y sabia razón: ni el Estado, ni las instituciones ni los hombres (aún en mayoría) saben a cabalidad cómo han de ser felices los individuos. Las prioridades y dilecciones varían de sujeto a sujeto y no me atañe a mí cómo los otros deben vestirse, peinarse, amar, estudiar, mirar y planear sus existencias. Las pulsiones y resortes son intrincados y subjetivos.
Ni la ley ni mi voluntad pueden determinar el alcance de los sueños que no son los míos ni los estilos de vida que los demás asumen como propios porque así se los dicta la conciencia, el corazón o el gusto.
En los últimos días, por restricciones peligrosas a la libertad en un caso que conviene examinar en algunos de sus extremos o por reservas tradicionales en el otro, la ley invade y constriñe, determina los alcances precisos de la felicidad, como si ellos fueran un estándar o una generalización.
La libertad no comprime, por el contrario: ensancha y tolera.