Tiranía en el Facebook
Tuve una pesadilla terrible. La democracia cambió de escenario y se instaló por decreto en las redes. La masa virtual del Facebook decidía las leyes y los reglamentos, determinaba cómo debíamos peinarnos, vestirnos, desvestirnos, mirar, qué ver, qué no ver, qué pensar y qué no pensar.
Esta masa valiente, tenía como sus más entusiastas vigías a los que comandaban el ejército de los que gustan de insultar cuando no comulgan con la minoría, los crispados que se alimentan de la bronca, los que llaman “justicia” a regular la vida de los demás, los que imponen su parecer por la fuerza del número y de sus valores, los que generalizan, los susceptibles hasta el nervio, los intolerantes de mecha gorda, los incendiarios, los que injurian escudados por la distancia de un teclado, los que tienen un buen seso debajo de una mala entraña, los que te desdicen por desdecir, los mala leche, los poseros, los jueces de la excelencia (cuando no de la moral y del gusto, que son precisamente los suyos).
A ellos se les había dado la potestad de todo. Rebatir era de temer. En este paraíso de gulags y moralismo enardecido nadie podía llevar la contraria, la discrepancia era sedición, inmoralidad, crudeza, mal gusto, maña o maldad.
Solo sobrevivían los que estaban con la mayoría infalible o los neutros felices, los que se distraen, los que hablan de la luna o del sol. Extraña manera de sobrevivir.
De pronto desperté. Afortunadamente el Facebook era un microcosmos. Yo podía desaparecer a voluntad a quien me diera en gana, bloquear a los obtusos, a los insensibles, a los injustos, a los liberticidas o, en definitiva, desaparecer o pasar desapercibido para no “ser”.
No, el Facebook no era el universo, no era el cosmos sino una de sus partículas. Mi primo, mi hermana y mi tía, por decir, no saben que existo en esa plaza de espesas diatribas y falsas condecoraciones. Ellos tienen las suyas. Ambas y todas se ignoran a la vez.
¡Y ya hablan de democracia virtual! La democracia es vigencia de derechos humanos (sin sesgo ni acepción), solidez de la libertad que culmina naturalmente en la del otro, tolerancia sin retórica y, especialmente, respeto pleno al que piensa diferente a los demás, aunque este sea no más que uno de los cuatro o cinco gatos que difieren del resto.