La vida escondida de un avatar
Un avatar es una foto, un signo, una identificación virtual que no dice nada del que se esconde detrás. Todos somos virtuales, todos somos avatar, nadie es real, pero las historias lo son:
1. Juan bloquea a María. La ha apartado de su vida. Él no tiene impedimentos, lo que tiene es tiempo, recursos, vida, juventud; pero él es él y nadie más existe sino él. Él y su espejo. Ella ha desafiado los cercos de su propia vanidad, ha tocado los fondos de su soledad. Lo ama. A él no le importa. Finalmente, el juego de las escaramuzas le es insuficiente para desaparecerla, jamás será “El Mandarín”, de Eca de Queiroz, al que le bastaba un botón para desaparecer a cualquier indeseable de la vastedad de su reino. Pero en aquella pantalla de contorno azul él es el Mandarín: la bloquea, la difumina, la olvida. Ella lo busca y no lo ve, googlea para ubicarlo, es inútil, nunca lo verá. Ella piensa en él, se sabe “nada”. Él no piensa en ella. Nunca pensará. Ella es un avatar. Click. “Bloqueada”.
2. En el área de Atención al Cliente, Martín se desempeña con habilidad, pero teme el abismo. Es un avatar. Vuelve a casa como un avatar, muere a diario como un avatar. Abraza a su hijo enfermo, revisa las cuentas, atisba todas las opciones (ellas no existen). La hipoteca lo acecha, lo acecha la sed, el hambre, la medicina que su mujer debe beberse como un elixir de la sobrevivencia. Suma, resta, divide. “Si saco de acá para poner aquí, si multiplico el pan…si mi padre no recibe lo que al mes le doy, si su pensión de seis centavos se reconcentra y se torna en 2, si mi hija deja la escuela y mi hijo se deja morir…”. La vida es el Face, ergo, “bloqueado”. El mundo girará igual sin él, tu vida seguirá igual sin él. Tú eres el universo ¿Y él?.
3. El vendedor de seguros te observa. Es un avatar. No más que una voz prescindible entre todas las demás. Una máscara sin rostro, una piel deleznable, uno más. Lo escuchas por diplomacia, aunque secretamente te enfurece su paciencia y el timbre de su voz. No, nada de aquello más que su persistencia. Tanteas su aliento, te distraes, te asalta el beso de María, la película de ayer. Pero hoy no tienes tiempo para él. Te importa poco porque no es más que un avatar, entre los miles de avatar que pueblan los muros de las ciudades. .
Pedro se dedicó a vender seguros porque el linde del precipicio lo arrastró al territorio agreste de las ventas, que por tiempos es lo que se parece más a la mendicidad. Lo que ignoras es que Pedro debe asistir, a tenor de todos los imperativos, a una diálisis que lo conecta con la vida, que cinco niños dependen de él, que dos ancianos sobreviven por lo poco que les da, que perdió a su mujer por el empecinado recurso de la medicina natural. La supertición es la esperanza del que “nunca la vio”. Vive de alquilado, sorbe el aire espeso. La angustia le ha estrechado la laringe y le ha robado los años. Pedro recuerda aún las veces que llamaba a su mujer tras alguna venta exitosa, pero eran otros tiempos. De él solo depende el movimiento de sus pies o el mohín ligero de su boca. Observas al avatar, la manchita en su corbata, su ligera sonrisa boba, pero en el fondo ya festejas, miras tu reloj porque sabes que pronto se irá. Finalmente se va. Click. Bloqueado. “No le abran más”.
Un día la aurora te abrazó con toda su luz, corriste al espejo y te convertiste en uno de ellos, eras un avatar de ancha risa y obcecada soledad. Los avatar son las caras que vemos, las risas que presumimos, las pantallas que en el fondo esconden la más honda desazón, la más oscura desesperanza, la más terca perplejidad
Y tú ¿Conoces realmente al que tienes al frente?