Nuevas narraciones
Cinco nuevos relatos de 600 palabras: “El día en que todos fuimos dinosaurios”, “Pimentel 1950″, “De tierra mojada”, “Ángel de negro”, “El otro día soñé contigo”. Sigan enviando sus historias a mmeier@comercio.com.pe o a nuestra redacción Jr. Miró Quesada 300 Lima 1. EL DÍA EN QUE TODOS FUIMOS DINOSAURIOS
Relámpagos de mi vida se muestran intermitentemente ahora, en un período que parece eterno. Sin embargo son minutos o tal vez segundos los que me separan de la muerte. Es verdad aquello que dicen quienes han sobrevivido a una experiencia cercana de este tipo. Cómo no encontrarme a alguno y decirles ¡es verdad! Cómo no estar en un programa en vivo ahora con todo el mundo atento, ¡es verdad! les diría. Les describiría el estado de mi corazón en este momento, a punto de colapsar ante tantas explosiones de imborrables recuerdos.
Hace menos de media hora me encontraba trabajando en mi oficina cuando uno de los muchachos que sacan copias, entró corriendo.
- ¡Estamos perdidos, vengan todos, salgan a ver! – dijo él. Su rostro reflejaba la desesperación de un condenado. Salió nuevamente disparado
La noticia arrasó los ánimos como un tsunami y el miedo apareció. Hay momentos en los que no se necesitan pruebas para comprobar la veracidad de una sentencia. En estos casos, una mirada basta, llámenla intuición, fe, confianza ciega. En menos de 1 minuto todos estábamos en la avenida con las cabezas fijas en el cielo buscando impacientemente una señal que nos dijera eso es todo. Finalmente alguien habló.
- ¡Allá está! – dijo el gerente apuntando con el dedo al firmamento.
Miré a mi alrededor y solo pude ver caos. Personas con las manos al cielo acordándose de un Dios que nunca tuvieron; otras, corrían desesperadas entre automóviles estancados con choferes aturdidos quienes intentaban detener a alguien para que les contara lo que estaba pasando. Entonces alguien apuntaba hacia arriba y el caos se multiplicaba exponencialmente. Gritos y bocinas ensordecedores, entonados magistralmente por hombres y mujeres con los móviles en los oídos.
Cogí el mío e intenté llamar a Adela, pero no había forma de captar señal alguna. Era obvio que la red estaba sobresaturada. Imaginaba a mi pobre esposa presenciando lo mismo que yo. La veía angustiada y frustrada, llorando resignada, ante lo que parecía ser un destino inevitable. Este pensamiento me dio el coraje que necesitaba para tranquilizarme y buscarla a como dé lugar.
Su trabajo no estaba muy lejos del mío si el viaje se hacía en auto pero caminado eran más de 5 kilómetros. Si ella pensaba igual que yo y si el amor era lo suficiente fuerte, estaríamos pensando exactamente lo mismo, y correríamos al encuentro el uno del otro. No había tiempo que perder así que empecé a correr.
Estos momentos de interconectividad lo habrán experimentado muchos cuando pasan demasiado tiempo con una persona y sus pensamientos parecen mezclarse y confundirse en uno solo. Así a veces sentimos cuando esa persona llega, o está a punto de llamarnos, o de decirnos algo importante. Lo sentimos porque el amor va más allá de esa parte científica que intenta buscar una solución a todo. Esa parte científica es ahora la que nos ha fallado. Su error lo vemos ahora en el cielo, acercándose inmisericordemente.
Queda entonces pensar en eso que no entendemos y que se presenta cuando me acerco a la mitad de mi recorrido en medio del bullicio del fin. Las explosiones de recuerdos, las interrogantes más crueles de la vida y la reconciliación con el Altísimo me despiertan de aquél sueño injusto en el que estuve y que me hacen ver a Adela a lo lejos corriendo y haciéndome señas con las manos de un adiós temporal. Sonriendo, con lágrimas en ambos ojos, parece insegura de lo que me trata de decir. En el gigantesco resplandor del horizonte, logro entender su mensaje traducido en nuestro idioma y se lo regreso.
Allá nos vemos.
Aldo Bartra García
DNI 40985071
PIMENTEL, 1950
A las once de la mañana, el viento soplaba tan fuerte que desbarató con facilidad los postigos de una vieja casona del malecón. El agua tembló un instante; luego, se removió desde los fondos.
-Apúrense— gritó un hombre en la entrada del balneario—. ¡Apúrense!
-Tú también ayuda, ¿qué haces solo gritando?— dijo una mujer.
-¿Qué hago solo gritando? ¿No ves que alguien debe apurarlos?
-Sí, pero también debes ayudar a cargar esto que pesa.
En la cancha de fulbito se disputaban una pelota de trapo. El mismo viento que destempló los postigos zarandeó la pelota de trapo y la llevó hasta algún lugar alejado que los jugadores no llegaron a determinar. Fue entonces que vieron, como una hilera, a la muchedumbre que entraba en el balneario. Algunos salían corriendo a la ciudad; cogían sus mulas, carretas, mientras que los más adinerados daban vuelta a la manivela de sus autos. Se miraron la cara, asustados, y corrieron en dirección a la muchedumbre.
-¿Para qué cargan todo eso?— preguntó el delantero.
-¿No ves que si lo ponemos en su lugar no pasará nada? ¿No has sentido cómo sopla el viento?— dijo una mujer.
-Sí, pero eso qué tiene que ver— dijo el defensa.
-Vas a ver que esto va a detener todo— dijo una anciana que también ayudaba a la muchedumbre—. Hombres de poca fe tenían que ser.
Quienes hasta ese entonces habían jugado fulbito apaciblemente, dejaron su quietud y se sumaron a la muchedumbre. Pusieron sobre sus hombros los pesados tablones de madera y, a los gritos del hombre que franqueaba a los cargadores, lo miraron con ojos recriminadores.
-¿No que eran peloteros? ¡Apuren que nos va a ganar el viento!
-Entonces ven ayuda, imbécil— dijo el defensa.
-¡Cómo me has dicho!— dijo poniendo ojos de locura—. A ver pues, a ver, repite.
-Que ayudes, so imbécil.
Los ánimos del resto se caldearon. Habían atravesado la trocha polvorienta de la entrada y estaban más cerca del parque principal. El sol se escondía tras las nubes, mientras un color pardo espesaba en el cielo. El agua, indómita, regurgitaba un malestar de hombre ebrio: en cualquier momento vomitaría. La muchedumbre era consciente de ello. Caminaron impertérritos en el frío escandaloso que el viento exhalaba. Al mediodía, después de haber caminado casi una hora, la muchedumbre sintió un soplido glacial. Los futbolistas, que vestían pantalones cortos y bivirís, dejaron escapar un resuello con sabor a hiel.
-Hace ffrrrrrío, carajo— dijo el arquero.
-No te quejes y sigue dándole— dijo nuevamente el hombre que nada cargaba.
-Espérate que pase todo esto.
-Te vamos a quemar vivo, maldito.
-Carga, carga nomás, cholito, y deja de quejarte.
Cuando la muchedumbre llegó al muelle, se repartieron en tres grupos las pérgolas. El agua era una violenta onda que socavaba los rescoldos de la orilla y arremolinaba en el fondo de su superficie una fiereza estival. La muchedumbre avanzó con una fuerza imprevista. Y entonces el mar se agolpó con violencia contra la orilla, intentando caer como la sombra de un gigante, mientras todos daban un grito ecuménico; sin embargo, pudieron hacer lo que desde horas atrás una ancianita providencial les había dictaminado que hagan. El mar se detuvo; la ola no retumbó y se mantuvo estática: retrocedió; y del vocerío unánime solo quedó un murmullo agradecido. Después de que dejaron las cruces postradas en las pérgolas y de que el mar haya retornado a la calma de sus olas, los futbolistas dijeron al unísono:
-¡Agarren al chistoso!
Una sombra se vio correr hacia el mar y chapotear contra el remanso de las olas
Marco Aurelio Zanelli Berríos
DNI: 47375217
DE TIERRA MOJADA
Quién es esa mujer que teje y teje
de quién son esas manos temblorosas y torpes,,
de quién es la silla que con ella mira al sol,
de quién esas arrugas que surcan su piel.
Justina estaba feliz, diez años de sacrificio y su Ladislao le avisaba desde Lima que ya soy abogado mamá y las vecinas que tanto le dijeron cúidese comadre que estos son unos mal agradecidos le sonríen sólo por cumplir y apenas voltea la esquina, seguro que no se vuelve a acordar de su madre.
Por la cuesta empinada rumbo a su chacra, con un cielo que amenaza tormenta, Justina espera con ansias su regreso. Y ese pelo de raíz andina que ya comienza a blanquear se hermosea más de una vez porque ahora sí voy mamá, la vez pasada no pude ir por un trabajo y la siguiente por un compromiso y discúlpame porque otra vez te fallé, ya sé que son tres años pero te daré la sorpresa, prontito será, ay hijito, tú ya no me quieres ¿vio vecina cómo son estos ingratos?
De quién es el maíz que es saqueado por las ratas,
de quién esos ojos perdidos en la nada,
de quién es el eco que responde a sus preguntas.
Entonces era toda flacucha, el vestido pegado a su cuerpo la hacía parecer una exhalación, las ojeras profundas y su andar desgarbado la mostraban tan niña como era. Sin embargo, la vez que apoyada en la pared, cogiéndose las trenzas con mucho temor, con un pie sobre el otro y sin mirar a la cara confesó que iba a tener un hijo de la niebla, su padre no supo hacer más que cogerla de las mechas y tirarla afuera de la casa porque eres como un animal y no mereces dormir bajo techo. La lluvia torrencial y el olor a tierra mojada la llevaron hacia un caserío donde la cobijaron y recibieron a Ladislao con gran júbilo. El crío crecía entre las comidas y los consejos de mamá, yo trabajo para que estudies y progreses, esta chacrita es para ti oye sonso.
De dónde vinieron sus ojotas que reposan junto al suelo,
de dónde sus polleras que le cubren su vergüenza,
de cuándo son sus trenzas que cada día son más blancas
y por qué su sonrisa es cada día más intensa.
Es su gran momento don Ladislao, embajador en Nicaragua, qué carrera meteórica, es usted un triunfador y junto a él la esposa que se consiguió en Estados Unidos, qué tal suerte del cholito se dice a sus espaldas y frente a él doctor, qué honor compartir esta noche con usted. Y entre las maletas aparecen las cartas de Justina escritas por la vecina ya que ella es analfabeta y apenas aprendió a dibujar su nombre para enorgullecer al hijo.
Quién es el que mece su cuerpo,
quién el que le trae el alimento,
quién el que la sostiene,
quién el que la escucha y le responde.
Verano tras verano, en julio como son los veranos en la sierra, doña Justina amanece a barrer la entrada de la casita, en la chacra que ya no es mía sino del Ladislao que este julio sí viene a verme con mis nietos.
¿Quién pues la acuesta?
¿Quién responde a sus preguntas?
Es sólo el eco y el viento.
Es sólo ella que apenas camina.
Son sólo las hojas que invaden su casa.
Son también los años pesados y largos,
es la soledad que la abruma y la mata,
¡ah! y son también
un montón de bufandas esperando en el canasto.
Ricardo Villanueva Meyer Bocanegra
DNI 10146274
ÁNGEL DE NEGRO
Su blanca piel parecía leche bajo su negra vestimenta. Su caminar espigado de firmes trancos, el cabello hermoso cayendo hasta sus caderas, y sus labios pintados de rojo pecado en su cara de ángel.
Así la recuerdo.
Llegaba cada día a la hora del almuerzo. Su imponente figura me amilanaba por instantes, pero luego vencía mi timidez amparado en la ternura de sus ojos negros. Ella sonreía, con la inocente cercanía de mis mejillas por sus senos al abrazarla, y por el disimulado rose de mi mano por su trasero mientras jugaba. Después de almorzar conversaba con mis hermanas de asuntos que yo no entendía, y se iba a las cinco de la tarde, la galonera de plástico en la mano izquierda, la indumentaria oscura de siempre ceñida a sus curvas perfectas, y el pequeño monedero de cuero, apretado en su puño derecho. Nunca supe dónde iba a comprar el kerosene, ni a qué hora regresaba a casa, ni porque siempre demoraba tanto, pues yo la esperaba impaciente por su llegada, y me daba la noche y tenía que irme a dormir sin el regalo de su mirada.
Se llamaba Graciela, y yo quedaba cada tarde entristecido, tras su partida sin retorno. Tenía yo nueve años y la amaba.
Graciela era joven, era chilena y había llegado a Lima siguiendo a un hombre que yo detestaba. Y buscando hospedaje llegaron a mi edificio. Los vecinos sabían que él no trabajaba, pero nadie sabía a qué se dedicaba ella, aunque especulaban diciendo que ejercía el oficio más antiguo del mundo. Yo no entendía nada, pero lo que sí empecé a notar fueron los moretones en el rostro de Graciela, los gritos de madrugada de ella y de él, y el ruido de platos y tazas haciéndose añicos contra las paredes.
Y una noche, después que yo me había ido a dormir, tocaron fuerte la puerta de mi departamento. Mis padres se levantaron asustados y, al abrirla, se encontraron con la figura de Graciela que parecía una estatua, una aparición en el reflejo de la luna que entraba por la ventana, en la oscuridad de esa noche. El hombre la había abandonado, llevándose todas sus cosas.
Entonces, súbitamente dejó de ser ella. Dejó de salir con su galonera de kerosene. Dejó de visitarnos cada día a la hora del almuerzo, y por último, se encerró a llorar el abandono del hombre al que ella amaba con enfermiza devoción. Mi familia quiso ayudarla pero ella los rechazó.
Tiempo más tarde nos mudamos a un distrito lejano. Yo extrañaba mucho a Graciela, pero no podía ir a buscarla porque no sabía cómo, ni tampoco me atrevía a pedirle a nadie que me llevara a visitarla.
Tres años después, a mis doce, preguntando pude llegar hasta mi antiguo barrio. Entré a mi edifico y subí hasta el último piso. Toqué apurado la puerta pero no abrió. Me sentía decepcionado, cuando vi a un vecino, y entonces pude preguntarle por ella.
Después que nos mudamos Graciela había empeorado. No salía de día y nadie la había visto por mucho tiempo, porque esperaba la noche para salir, y rebuscar entre la basura del edifico y alimentarse de los desperdicios. Los vecinos lo habían notado, pero también sabían que ella no aceptaría limosnas, por eso juntaban sobras de comida en bolsas plásticas, y la dejaban separadas, sobre una piedra, para que ella pudiera alimentarse.
Una mañana vieron las bolsas intactas. Subieron, tocaron, y al no tener respuesta rompieron la puerta de su departamento, y al entrar, la encontraron vestida de negro, muerta sobre el piso.
Roberto Carlos Mansilla Nieto
DNI 06409918
EL OTRO DÍA SOÑÉ CONTIGO
El otro día soñé contigo: Eras dulce, doblabas tus piernas con cada terrón de azúcar que te daba, sacudías vivamente tus ojos y tu cabello negro, hasta que una inquietud te hizo relinchar y dar coces enfurecida contra los maderos del establo. Entonces me alejé y comencé a preguntarme: ¿Quién sabe si también sueñas conmigo y te preguntas cosas que te hacen rabiar? ¿Por qué le gusta cabalgarme? ¿Por qué me da con el látigo? ¿Por qué es tan bestia? Te digo que hago mal en tenerte encerrada y no dejarte hacer lo que las yeguas hacen desde que las domesticaron. Respondes, dejándome impávido, que no tienes la culpa de tener las patas cortas ni yo de tener las orejas demasiado grandes. Te digo que es así, que a ti te cuesta correr más rápido y a mí me cuesta dormir de lado; compartimos nuestra impotencia.
Relinchas pidiendo ayuda, como si tu lucha pudiera ser la de alguien más; solo estamos tú y yo sobre esta desolada propiedad. Sostengo una escopeta en mi mano, sufres tanto que sería inhumano dejarte seguir haciéndolo. ¡¿Cómo puedes quejarte si vives a gusto de mi cosecha?! ¿No será por qué no puedes aparearte? De otra forma no entiendo lo que te sacude: No te falta comida, ni bebida o abrigo. No tienes idea de los bosques que tengo que cruzar, con el riesgo de perderme para siempre, para que tú engordes. ¿Ansías lo que tengo? Cuando has tenido la puerta del establo abierta solo diste pequeñas vueltas, temes a la niebla y la oscuridad casi tanto como al hambre. Te perjudica el miedo como a mí la osadía, no conoces esta fiebre tan humana que sufro, ni puedo pedirte compasión por un dolor extraño a tu especie. Si sigues relinchando voy a jalar el gatillo. Cuando digo esto último te calmas; entonces abro la cerca, voy hacia ti y te acaricio. Me sorprendes de una patada en la cabeza, te alzas en dos patas para pisarme, conmocionado doy unos giros y alcanzo la escopeta que dejé en la tranca. Corres hacia mí, quieres terminar lo que has comenzado; conforme te acercas mi sueño cede y da paso al tuyo, nos trasformamos en la imagen que tienes de mí.
Enredamos nuestras patas, hacemos los ruidos que hacen las cucarachas cuando están furiosas. Te gustaría decapitarme y te recuerdo lo siguiente: Si nos cortan la cabeza de forma estéril podemos vivir semanas y terminamos muriendo por inanición. Aguantamos mucha radiación y más de un mes sin agua. Somos casi lo mismo desde hace unos 300 millones de años. Pasamos la mayor parte de nuestra vida en una grieta. Casi ciegas usamos nuestras gordas antenas para detectar vibraciones, cambios de temperatura y humedad. Nuestras olorosas secreciones afectan el sabor de la comida y podemos provocar urticarias, estornudos y lagrimeo severo. Somos consideradas uno de los principales vectores de transmisión de enfermedades. La mayoría de las veces, cuando una pisada no nos mata, morimos boca arriba: El rigor mortis hace que se contraigan nuestras patas y volcamos. En caso de muerte súbita, por ejemplo con los espasmos causados por una ráfaga de insecticida, también terminamos así. Incluso simulamos nuestra muerte con esa postura para escapar.
Esta explicación de nuestra común naturaleza te enfurece más, nuestros puntos vitales permanecen enganchados bajo las sierras, vamos a desgarrarnos mutuamente. Ambos dejaremos de ser la musa en los sueños del otro o el monstruo en la pesadilla ajena, en cualquier momento despertaremos: El que se creía hombre lo hará dando coces, el que quería ser bestia llorará al ver su deseo concedido.
Franklin Chávez Prado
DNI 42904708