Otras cinco: El previsor de imposibilidades...
Otros cinco relatos que tratan sobre alguien que predice imposibles, sobre un jefe tenebroso, sobre un personaje que se dedica al cine para adultos, sobre la agonía de un suicida y sobre alguien que envidia la fama del gran poeta Antonio Cisneros. El previsor de imposibilidades
Felipe, como se llamaba entonces, cuando aún la fama de prestidigitador de incongruencias no había trastocado su nombre, era un chiquillo mortecino, con la única salvedad de sus ojos que brillaban con intensidad escalofriante, como si ante ellos jamás se habría escampado ninguna tormenta, pero bien pronto se dio cuenta que tantísimos desencantos tenían una secuencia, una distinta, que le era imposible predecir. Se fijó entonces que su corta vida había estado marcada por hechos inimaginables, mientras que sus aspiraciones se iban estancando ni bien las pensaba. Como si fuera alguna maldición, de esas que te impelen al desvarió. Siendo su entusiasmo avasallador como lo eran sus ojos, decidió hacerle frente al destino. Arrebato esa manía suya de quitarle toda opción de predicción y la volvió en su contra, convirtiéndose así en un previsor de imposibilidades, solo le bastaba imaginar un hecho cualquiera, para que ese evento jamás sucediese, lo sabía porque en eso nunca había fallado, siempre le eran arrebatadas las ilusiones, que de tanto pensarlas, y esperar de ellas una realidad quedaban confinadas en un destino que no se amilanaba con nada.
En un puesto cerca al mercado anunciaba, con tal revuelo su genial don, que una caterva de curioso lo miraban incrédulos. Era tal su entusiasmo que uno de los observadores se propuso como voluntario para que le predijera una imposibilidad. Felipe se acercó al hombre desgarbado, le miro a los ojos, le suspiro al oído una respuesta, que difumino la sonrisita sarcástica que ostentaba. El público quedo intrigado y cada cual se fue acercando para que le fuere anunciado un presagio de lo absurdo. Día a día fueron en aumento los clientes que buscaban el sosiego en un hecho que temían se vuelva realidad, iban entonces hacia el puestito, se asomaban, las primeras veces con cierto recelo, y le caían con alguna cuestión. Él, entregado a su destino, aceptaba no sin antes hacer un cobro ínfimo por su trabajo, que le era a veces agotador, porque para cada demanda tenía que tener precisión milimétrica; pensar innumerables contextos del mismo acto hasta agotar todas las opciones. Se creía un evasor de las leyes del universo, tenía solo, que meditar todos los acontecimientos negativos para que estos se replantearan de manera distinta. Pero había olvidado que siempre había maneras de perder. Y ve, que suceden cosas terribles de un modo no imaginado, entonces su ego de animal herido le mueve a contradecir lo sucedido. Y vuelve furibundo a la partida, que se había creado, donde es él quien mueve las piezas, en tanto que le arrebatan las jugadas y es condenado a un escenario desprovisto de sentido.
Otra de las contradicciones de su vida yacía en que debía ser cuidadoso en no pensar en lo que realmente quería, siendo tan difícil, para él, controlar la velocidad de sus pensamientos, casi siempre caía en la ensoñación de un deseo, que ya se volvía irrealizable. Así fue que el tiempo le arrebato la esperanza hasta convencerlo, que no se podía confiar en algo inexistente. Y con el amor hizo lo propio, hasta que de tanto amar imposibles término por aborrecer ese sentimiento. Se volvió un asceta, ensimismado en sus cavilaciones, donde tal vez se imaginaba a sí mismo; solitario, olvidado en una de esas paradojas del destino, Quizá con la esperanza de que esta visualización de sí mismo, hiciere que su porvenir de un vuelco. Y viendo que la muerte empezaba a cogerle los talones, así viejo como estaba, acepto el reto escatológico, el último. Se predijo como un ser eterno cuya continuidad perdurable se extendía impasible hasta el infinito.
Sharon Serna Rodriguez
DNI: 47980408
El Jefe
Se acomodó lentamente en su gran sillón de cuero negro cruzando las piernas de modo que su tobillo derecho se apoyara sobre la rodilla izquierda, sus zapatos brillaban como el sillón, su oficina con aquella alfombra color vino médium garnet y su enorme escritorio de caoba boliviana parecían más que oficina el puesto de comando de un general de cinco estrellas.
Sobre la pared iluminada por el sol de la tarde que atravesaba las persianas antiguas de terciopelo entreabiertas había un gran mapamundi de colores ocres y amarillos.
Suspiró pausadamente mientras el hombre corpulento de terno oscuro que lo esperaba permanecía allí quieto parado frente a él a una distancia de tres metros, ni más ni menos.
- Quitémosle todo
- ¿todo?
- todo, pero pensándolo bien, todo menos una cosa…
- ¿qué cosa?
- su colección de estampillas por ejemplo
- ¿Por qué Jefe si eso es lo que el más quiere? ¿No sería brillante verlo sufrir por sus estampillas?
- no Jiménez, porque un hombre que no tiene nada que perder puede ser muy peligroso
- ¿y luego?
- llama al doctor Passapera del Estudio de abogados, que tramite un impedimento de salida del país para nuestro amigo
- usted piensa en todo jefe, ¿algo más?
- sí, que los muchachos incendien su casa de Lurín, y que maten sus gallos, que no quede nada
- excelente mi Jefecito, pero vendrá por usted, y vendrá con todo, imagínese… ¡es capaz!
- eso necesito Jiménez, que venga, claro que lo registrarán y desarmarán por completo, pero necesito que lo dejen hablar a solas conmigo, acá, en esta oficina
- Jefe, usted sabe que no puedo permitir eso, yo soy el responsable de su seguridad, y ese encuentro es demasiado riesgoso, ni hablar
- tendrás que hacerlo, no tienes salida
- Jefe…le soy franco, como siempre; si Ud. insiste prefiero renunciar, no puedo aceptar esa responsabilidad en mi trabajo, nuestro amigo es más joven y fuerte que usted; con respeto mi Jefe pero usted ya se va para los 75 añitos en junio y el apenas bordeará los cuarenta y es deportista, recuerde que derribó al Jaguar de un solo golpe esa vez en el Haití
- ¡te pediré entonces que renuncies carajo! ¿No entiendes que necesito que lo dejen hablar a solas conmigo?
- está bien, está bien Jefe, no se altere así por favor, pero yo mismo lo registraré cuando venga y estaré detrás de la puerta muy atento…esto no me gusta nada Jefe
- yo no puedo decir lo mismo Jiménez, una venganza en proceso es una inyección de vida de la puta madre ¿recuerdas a su tío el actor?
- claro Jefe, yo veía su serie policial de chibolo ¿vive el señor?
- lamentablemente no…si viviera te pediría que lo desaparezcas Jiménez, ese si hubiera sido un golpe terrible para nuestro amigo
- Jefe, pero sin su casa de Lurín, sin sus gallos de pelea, sin poder salir del país y sin todo lo que perdió la semana pasada en la bolsa gracias a su magistral movida jefecito… ¿no es todo eso junto algo bien terrible? el hombre ya está prácticamente en la calle, solo le queda su departamento que encima le vamos a embargar y sus estampillas…
- no, eso no es nada aún, falta lo que le voy a decir cuando venga
- carajo Jefe, ya me puso esa cara otra vez, mejor ni pregunto qué le dirá…en eso ya no me meto ¿y sabe Jefe? , usted a veces me da miedo, franco…
- así tiene que ser, yo soy el Jefe.
Alberto Raiser Patiño Patroni
DNI 25676333
Pantene
En el barrio era conocido por ser un hombre chamba. Su vestir despreocupado y cabello encanecido, siempre largo y sin peinar, proyectaban una imagen contraria a la idea que los vecinos tenían de él: un pobre tipo que hacía de todo para tratar la terrible enfermedad que lo aquejaba. Que vivía solo luego de que su esposa e hijos lo dejaran Su única compañía era el tumor que años atrás le detectaron y que se perdía y confundía entre la inmensidad de su estómago. Para amigos y conocidos, era el tío Pantene. Una persona respeto que intentaba ganar dinero de todas las formas posibles y que siempre, a pesar del sobrenombre, respondía con una amable sonrisa y un sonoro ¡Habla sobrino!
Lo vieron vender caramelos en los micros. Las personas más madrugadoras eran testigos de cómo iniciaba su día, entre el sonido de chicharra del panadero y el olor a pescado de una fría mañana limeña. Pero la jornada nunca era exitosa y apenas alcanzaba para comer.
En “mejores” épocas también fue visto cuidando autos en un distrito cercano y de cómico ambulante con poca gracia. El empleo que más ganancias le generaba y su verdadera vocación era también el más ocultable y menos “digno” a los ojos de la gente. Era pornógrafo de nacimiento, o como él prefería presentarse: productor y director de películas para adultos. Una profesión que intento dejar, pero que nunca abandonó del todo: solo la ocultó.
A nuestros oídos llegó el chisme de su oficio. Apenas algunos lo creímos y, a decir verdad, solo fue convincente cuando un amigo del muchacho que vivía a dos casas del panzón quedó atónito al reconocer en él al hombre que lo recibió en un sucio edificio del Jirón Washington para ofrecerle chamba de pornstar.
Según este chico, el lugar era una oda a la lujuria. Fotos de mujeres y hombres, desnudos y fornicando, estaban por las paredes del improvisado set de cine. Los gemidos fingidos de aspirantes a actrices y el vigor exhibicionista de adonis cholos eran parte de los territorios de este rey del cine porno
Pantene era dueño de una industria que pocos respetaban en Lima, una ciudad a veces arrecha y doble cara. Como él.
En su rostro se dibujaba la alegría cuando dejaba atrás la careta cucufata y el disfraz de trabajos que no eran lo suyo. Prefería desnudarse a su verdadera profesión. El acto de quitarse la ropa no era literal en su caso, ya que vivía avergonzado con la proporciones de su anatomía (se rumoreaba lo cruel que había sido la madre naturaleza con el tamaño de su órgano sexual)
La libertad que sentía al ser un amo del erotismo era el valor más preciado que tenía. Irónicamente, la libertad también se la arrebataría esta actividad.
En un error fatal olvidó pedir el DNI a una estudiante universitaria que trabajó en una de sus películas y que resultó menor de edad. La joven no dudó en denunciarlo tras sentirse estafada con el pago. Experta en simular acrobáticas poses sexuales para la cámara, sintió que su trabajo valía más y se vengó. El director fue acusado de proxenetismo y detenido en medio de la filmación de un nuevo material cinematográfico.
Su imagen en el diario, enmarrocado y derrotado me hizo recordarlo. El alguna vez admirado tío Pantene, aquel hombre con más panza que pene, hoy habita en el penal de Lurigancho como un desconocido emprendedor del sexo. Fuera de los barrotes solo existe en la inmortalidad de su obra pornera. En alguna película suya lista para venderse en el centro comercial El Hueco.
Luis Tapia Huambachano
43734555
Atúncar
Divino Atúncar fue hallado en la habitación de su casa donde vivía solo, a las 10:45 de la noche, colgado como un péndulo de una viga del pequeño tragaluz. Aún no moría. Respiraba con dificultad los últimos sorbos de aire caliente y mantenía la mirada fija en una estampa de Melchorita que conservaba en el velador.
En la mañana del día aciago, las únicas sombras en el polvo eran las de los gallinazos. Atúncar caminó debajo de ellos. Iba lento. La noche anterior no logró dormir. Despertaba a cada instante de pesadillas horribles. Cambiaba de posición en la cama, de lugar en la casa, pero el aguijón en la crisma lo seguía a donde iba.
Rendido en esa lucha, salió cuando apenas amanecía. Cruzó la capilla de Melchorita y pensó que el domingo sería buen día para visitar el santuario de aquella mujer que era santa, aunque los curas la injuriaran por bruja y abortera.
No había una sola alma en la calle, pero tuvo el presentimiento de que un tropel saldría para agarrarlo a palos y quemarlo vivo como se mataba a los brujos en Cachiche. El espanto lo palideció y aumentó el dolor en sus sienes.
Llegó el primer colectivo del día. El chofer se sorprendió al ver un pasajero tan madrugador, y lo consideró una señal de buen augurio en su trabajo. Abrió la puerta del vehículo y vio una cara que no se le borraría de la mente: la faz de muerto que llevaba Atúncar como presagio de que esa noche iba a morir.
El carro lo dejó en la plaza. Desde allí caminó hacia su puesto de revistas, un negocio malo que conservaba, según decía, “para alegrar a los chicos del barrio”. Eso marcó su condena. Algunas madres lo acusaron de corromper a sus hijos con revistas obscenas. Otras dijeron que juntaba a los chiquillos y se entretenía pasándole la mano roñosa por los pantalones. Pero los jacareros creían simplemente que era un tipo delicado que en sus cincuenta años nunca había tenido mujer.
Cerró su puesto y caminó de regreso a casa por la misma senda que tomó para llegar a trabajar. Una mujer, viéndolo vagar en una penumbra que nublaba su imagen, pensó que se trataba de su espíritu recogiendo sus pasos. Por eso la noticia de su muerte empezó a correr antes de que pereciera.
La habladuría llegó a mis oídos, pues nadie se esforzó en guardar discreción. Yo no sé por qué me preocupé, si en toda mi vida, como todo el mundo, jamás tuve el menor afecto hacia ese gafe; y sin embargo, corrí para intentar hacer algo por él.
Yo no comprendo cómo soporté el horror de ver setenta kilos de hombre colgados en una habitación donde la sombra del muerto daba vueltas por las paredes. Y me quedé contemplándolo, tomando inconscientemente parte de ese ritual que no me daba miedo pero me causaba una repugnante sensación de vómito.
Nadie escuchó ruidos antes de que Atúncar muriera. Parecía haberse matado solo y con sigilo. Pero nada estaba en orden en su casa. La apariencia era de lucha, y había señales de que alguien fue arrastrado desde un extremo de la sala hasta la improvisada horca.
Lo insospechado fue que con esta historia nació la leyenda que hoy se cuenta en las veladas insomnes. Qué tristemente célebre acabó el infeliz; aunque nadie sabe exactamente dónde quedó enterrado, pues la cruz que se le puso encima se voló a los pocos días con el viento, esos vientos de mi pueblo que barren el polvo y la historia de sus pobres hombres.
Richard Rodriguez Revollar
DNI: 09484090
Anti-Marketing
En más de una oportunidad me había imaginado discutiendo con Antonio Cisneros, preguntándole si él también consideraba su obra “tan genial”, como la masa letrada lo hacía. En general me causa mucha curiosidad si los pedestales a los que son elevados algunos artistas –en particular los escritores- son un habitáculo cómodo, o tal vez quieran zafarse de ellos, como una novia cuarentona y virgen, intenta desprenderse de sus fajas, corsets y demás prendas que permiten sólo por poco tiempo –el necesario- que su figura se amolde a lo que los demás esperan ver, y sólo luego ser desvirgadas a placer.
Antes de empezar este texto, di varias vueltas para decidir cómo abordar el asunto principal, y así casi automáticamente, la imagen, voz, actitudes, y frases del Cisneros público –que dicen quienes lo conocieron, era calco y copia del “íntimo”- me jalaban la mano para oprobiarlo porque la verdad es que además de mi nimiedad poética, sus textos encriptados en pseudo haikus, e incluso sus versos extensos, con los “corchetes” llenos de 3 puntos, y las agrupaciones “desjustificadas”, sólo exacerbaban en mí el sentido antiestético, en el plano semántico (digamos el natural en literatura), pero también en el gráfico, y al final me sentía medio bruto, por no entender lo que los demás “entienden”.
Una vez descartada la idea del ensayo oprobioso –incluso imaginé un carga montón como él que le hicieron hace poco a Iván Thays, cuando “osó” mal hablar de la culinaria peruana- pensé en un análisis sesudo de su personalidad arrabalera, de su pinta de taita pituco, con las profusas cejas amariconadas y los pelos largos de sus tempranos cuarenta. Lo imaginaba en recitales, con la voz aguardientosa vestido muy beatnik, con pantalones acampanados, y al más puro estilo de Travolta en Pulp Fiction, matón y malogrado, pero con un fondo doliente que terminaba en pulmones ultrajados, toses corrosivas, y esperanzas agridulces.
Pensaba también que si esa vez en la calle de las pizzas me hubiera atrevido a acercarme, con mis párvulos 18 y borracho como solía estar en esa época, y por fin hacerme famoso en alguna crónica policial, madrugándolo de frente, con un “vete a la concha tu madre con tu oso hormiguero”, pensaba… decía, que seguramente el sopapo, puñete o cachetada hubiese asomado como un ruido sordo en una noche llena de ruido…no, si, no era mala idea, y por último un resquicio de sensatez, combinado con un poquito de objetividad, me convencieron de la sinrazón de esa imagen mental…por último, ¿qué mierda me había hecho Cisneros?…
Luego de su reciente muerte sólo puedo pensar que envidiaba su fama, pero no su talento. Me jodía no él, sino el comportamiento gregario que algunos artistas convocan en torno a ellos, y ese ser público altisonante –en su caso era más palpable, por la ronquera- que me parece tribuneaba más de lo que pensaba, y que en algunas ocasiones quiso bajarse a Vallejo, por oposición de espíritu, que intentó correlacionar con desmérito estético.
También debo decir que los tonos confesionales y los arrebatos pontificadores normalmente se me hacen indigeribles, cuando por positivos terminan en el auto bombo, y también debo decir que si este texto llega a ver cierta luz pública, presenciaré -como dijo algún homenajeador póstumo de Cisneros- como “el babel electrónico y la soledad de la arrechura virtual” me hacen añicos, antes de darme la oportunidad de mandar a la mierda a cualquier B39.
Ilusamente pensaba que los escritores eran seres autistas en tratamiento, que odiaban al mundo y eran rudos para adentro, no para las “pictures” de sociales, sino que sufrían de verdad el ser diferentes, y que los menos lecheros –como García Lorca, Wilde, Capote y Valdelomar- tenían caras de cabro. Toda esa anormalidad me animaba a intentar escribir, pero ahora que sé que son normales, probaré con la numismática.
Gonzalo Lira Briceño
DNI: 09877746