La encadenada libertad
Por José Luis Torrejón Quiroz
6:00 a.m., se inicia la sempiterna rutina de vida de Augusto, quien despierta de un sueño, del tipo Kafkiano, en donde no es un escarabajo pero si es perseguido por la justicia, desconociéndose el porqué. Día húmedo, típico de esta ciudad taciturna con rostro cetrino y velado por un halo tan lúgubre en esta época del año. Hora de la inyección de serotonina cotidiana que le da el running, 30 minutos a lo largo del borde de la ciudad con presencia del mar pero sin vista de él. Augusto deja a un lado la preocupación por su fútil sueño llegando a un estado de cavilación en donde se da cuenta que cualquier idiota puede correr pero solo un consumado runner desarrolla una rutina, una meta y sobretodo un habito.
-Que seriamos los seres humanos sin la habitual repetición de cierto tipo de comportamientos, se pregunta.
Hora de partir hacia el trabajo, el cual Augusto anhelo desde sus inicios en la facultad, el puesto que lo conduciría directamente a obtener todo lo que le hicieron creer que necesitaba. Un lujoso auto alemán, el cual lo limitaba en el crédito por tres años más y, una hermosa mujer que laboraba en el mismo despacho de abogados. La cual haría más envidiable aun su halo de éxito en la habitual cháchara con sus colegas a la hora del almuerzo. Como de costumbre la conversación discurre sobre la carga laboral del día, ataviada de harapos éticos y absurdas exigencias de los clientes habituales del Bufete. Acciones que estaban llevando a la insanía a Tito, como lo conocíamos en el barrio. Tito comenzaba a sentir que era un acabado producto de la frivolidad de su entorno.
Ya en el auto, la veleidosa, aunque bella mujercita, experta en trapacerías busco la forma de hacer justificable su decisión y rayana en lágrimas se aproximo hacia él para anunciarle que la relación entre ellos había fenecido hacia un tiempo ya, por haberse extinguido el amor.
Augusto estimo superflua esa puntualización, más aun cuando el sabia de las habladurías que ubicaban a su amante de turno en un contubernio con un socio. Su noviecita había resultado una experta tahúr en las lides amatorias enredándose con un senil pero adinerado abogado. Augusto era tan solo un peldaño más en los arribistas objetivos de la venal Pamela. Tito era invadido por un sentimiento de vacío que se disipo cuando recordó lo que pensó la primera vez que la invito a salir. Lo de ellos iba a ser solo un arreglo tácito para inflar su exangüe espíritu y sentirse bien ante los demás.
Rumbo al estacionamiento lee lo escrito en un grafiti “El que mejor vive es aquel que mejor sabe engañarse” La frase lo hace sentirse irresoluto llevando a su mente a divagar acerca de lo verdaderamente importante en la vida. Sentado en el asiento de su auto y en un vis-a-vis frente al espejo retrovisor observa como aquel chico de barrio tan despreocupado y libre era ahora esclavo de sus logros y lo que ellos implican, se dio cuenta que era hora de dejar ir ciertas cosas.
Prende la radio para hacer más llevadero el tráfico, siente que en fuga irrevocable se escurren los minutos. De pronto escucha a alguien hablar de la tranquilidad que da la vida familiar, las comodidades de la rutina y la tranquilidad que da la repetición de lo previsible. Reflexiona y se da cuenta que no es necesario buscar culpables acerca de los graves problemas de nuestra sociedad, tan solo basta con efectuar el simple acto de contemplar el espejo.