En ausencia de una reforma laboral que ayude a reducir los niveles de informalidad, es poco lo que se podrá conseguir en el campo de la protección social. (Foto: Oscar Roca/El Comercio)
En ausencia de una reforma laboral que ayude a reducir los niveles de informalidad, es poco lo que se podrá conseguir en el campo de la protección social. (Foto: Oscar Roca/El Comercio)

En su intervención en la última edición de , el presidente parece haber dado señas de lo que podría ser su agenda luego del referéndum del domingo. Una potencial iniciativa es la , y aunque ninguna medida tiene el éxito garantizado, sus chances serán mayores si el Gobierno se concentra no solo en el diseño técnico, sino también en su viabilidad política y su factibilidad en términos de implementación.

Empecemos por el diseño. Combatir la informalidad es necesario, pero ella requiere ser correctamente identificada. La existe tanto en empresas formales como en informales. Las propuestas que típicamente son catalogadas como “reforma laboral” (flexibilización, salario mínimo, etc.) pueden ser suficientes para la formalización de los empleos en firmas formales, pero no necesariamente en las informales. Es clave tener claro a qué parte del mundo informal se apunta.

Asimismo, el objetivo no es eliminar la informalidad: existe amplia evidencia de que el nivel de informalidad está altamente correlacionado con el nivel de ingreso. El problema es que la informalidad laboral peruana (alrededor de 70%) es más alta de lo que se esperaría dada su condición de país con ingresos medios. Antes que buscar eliminar totalmente la informalidad, un objetivo razonable sería reducir dicha desviación en 10 o 15 puntos porcentuales.

Dicho todo esto, la reforma laboral no debe concentrarse únicamente en la informalidad sino que también necesita abordar otro tema de crucial importancia: la brecha de género en la participación laboral. Como han apuntado Norma Correa y Hugo Ñopo, el hecho de que las mujeres representen solo un tercio de los trabajadores dependientes en empresas medianas y grandes significa que el país desperdicia recursos valiosos. Una reforma laboral que no aborda las inequidades de género en el acceso al trabajo es una reforma fallida.

Por otra parte, la viabilidad política de la reforma requiere generar consensos entre distintos grupos de interés, de tal manera que estos se mantengan a lo largo del tiempo. De nada sirve aprobar una ley de reforma laboral si esta es tan impopular que todos los ‘presidenciables’ en el 2021 se comprometen a tirársela abajo.

Aunque es más fácil decirlo que hacerlo, la construcción de acuerdos requerirá tener en mente que lo perfecto es a veces enemigo de lo bueno. Aprobar una ley que solo ofrece una flexibilización parcial del empleo (vía regímenes en ciertos sectores de carácter estacional, por ejemplo) es mejor que otra, quizá más ambiciosa, pero que no cuenta con los votos necesarios para ver la luz del día.

Finalmente, de aprobarse la reforma, implementarla puede demostrar ser un reto en sí misma. La supervisión a cargo de Sunafil y Sunat requerirá ser fortalecida. Propuestas como el uso de una RMV diferenciada por región, que necesitan ser analizadas en mayor profundidad, requerirían esfuerzos adicionales de monitoreo ante posibles intentos de “sacarle la vuelta” a la norma, por ejemplo.

Todo lo anterior demuestra que abordar una reforma laboral es una tarea enorme, pero no por eso deja de ser urgente. Lamentablemente, salvo por la excepción del MEF en el 2014-2015, en los últimos 15 años todos le han huido al reto. Esperemos que esta vez no pase lo mismo.