No existe pueblo en el mundo que no tenga un mito fundacional. Una narrativa que explique su lugar en la tierra, su pasado y su devenir. En el caso del mundo andino, estos mitos están atravesados no solo por narraciones orales que se pierden en el tiempo, sino están marcados, sobre todo, por la presencia hispana y la evangelización: por ese catolicismo venido de Europa a inicios del siglo XVI, el cual se superpuso en los Andes a antiguas creencias través del bautizo, de las fiestas y de la apropiación del territorio mediante las cruces y los cultos a los santos. Esta fusión de creencias enriqueció el significado de la religión en esta parte del mundo, algo que ha sido hartamente estudiado por antropólogos y etnohistoriadores.
A inicios de este año, el antropólogo e historiador Luis Millones y la educadora Renata Mayer publicaron un libro titulado “La herencia española en los mitos andinos contemporáneos” que explora —entre otros temas— cómo han sido reinterpretados en el Perú poscolonial y moderno conceptos como el pecado original, el infierno y la relación entre los cerros y los santos, creencias vigentes en la memoria de los pueblos y provincias del Perú.
Pecados nacionales
El bautizo fue una de las principales armas de los evangelizadores para la conversión de los indios; es decir, para procurar su salvación y librarlos del pecado original de acuerdo a la mentalidad del hombre europeo del sigo XVI. No debió ser una tarea fácil. Millones y Mayer citan documentos de la época que expresan la preocupación de los clérigos por lograr bautizar no solo a infantes vivos, sino también a quienes morían antes de nacer “para que no perezcan eternamente”. En aquellos tiempos, se creía que los demonios procuraban que las madres abortaran antes de la infusión del alma en los fetos, lo que sucedía 40 días después de la concepción si era varón u 80 días después si era mujer.
Lo más difícil en todo este asunto era hacer entender a la población autóctona el sentido del pecado original, “cuya comprensión —apuntan los autores— sigue siendo difícil incluso para los creyentes occidentales”. Entonces, lo más fácil fue recurrir al miedo y a lo sobrenatural, elementos ya presentes en los mitos anteriores a la llegada de los españoles.
Así se apeló a la figura del duende. Los niños que no habían recibido el sacramento del bautismo serían raptados por este y condenados. Los autores explican el origen de esta palabra: una contracción del castellano antiguo “duen de la casa”, cuya raíz demd era indogermánica y designaba a todo lo relacionado con el hogar. El duende, obviamente, era una creación europea que no existía en el Perú prehispánico, pero según un texto de Sebastián de Covarrubias, en el año 1611 el término ya estaba bastante extendido por estos lares, y una de sus definiciones decía: “Estos suelen (estar) dentro de las casas y en las montañas y en las cuevas (para) espantar con algunas apariencias tomando cuerpos fantásticos”.
Según refieren Millones y Mayer, los quechuahablantes usan el vocablo sullu o sullusqa para nombrar a los niños abortados o fetos, para ellos “un niño que muere en el vientre de la madre no tiene alma y por lo tanto no se condena ni se transforma en duende”, algo que sí sucede con quienes mueren sin bautizar. Esta creencia, con ligeras variantes, está muy extendida hasta hoy en los pueblos andinos y costeños.
Cruces y cumbres del paraíso
Mitos andinos tan antiguos como los recogidos en el manuscrito “Dioses y hombres de Huarochirí” atribuyen un sentido mágico y simbólico a las montañas, apus y wamanis, como figuras tutelares de pueblos, familias y linajes. En su esfuerzo por extirpar estas creencias, el cristianismo arropó a estos lugares con cruces, cristos y milagros, y contribuyó a superponer creencias antiguas y contemporáneas. Así las cruces sobre los cerros se convirtieron en las figuras protectoras de un nuevo imaginario criollo y mestizo. El caso más emblemático es la cruz del cerro San Cristóbal que preside la capital peruana.
Pero existen otras manifestaciones más elaboradas. Millones y Mayer ponen como ejemplo los nevados de Ausangate (6.384 msnm), en el Cusco y Coropuna (6.425 msnm), en Arequipa. Ambos no solo son venerados por las poblaciones aledañas, sino —señalan los autores— “son considerados como lugares a donde se dirigen los muertos” (p.74), en su camino hacia el otro mundo. Una especie de portal en el que las almas deben pasar por distintas pruebas para acceder a la salvación.
Los autores citan un texto de Casaverde Rojas, donde se afirma que la salvación no se conseguía solo con buenos actos, sino que era posible obtenerla si los difuntos habían servido en vida a algún santo, asumiendo cargos en las fiestas patronales, entonces este podía interceder por el fallecido. “Los difuntos irán al cielo porque la Cruz que guardan en sus casas abogará favorablemente por ellos, a veces mintiendo si esto fuera necesario para salvarlos”. (Pág. 80)
El santo más popular
En un conocido cuadro de la Escuela Cusqueña, Santiago Apóstol es representado cabalgando sobre un caballo blanco y pasando por encima de indios aterrados y moribundos. Esta imagen grafica muy bien el fin de una era y del nacimiento de otra, dominada por la espada y la cruz. Pero la figura de este apóstol en los Andes también se fue adaptando a las nuevas necesidades de los creyentes. En el libro La agonía del estado nación, el recordado antropólogo Fernando Fuenzalida narra una celebración de la fiesta de Santiago en el pueblo de Moya, en el extremo norte de la provincia de Huancavelica, a fines de la década de 1970. En términos formales estaba dedicada al apóstol bíblico, pero en términos reales no era nada cristiana: no había sacerdotes, misas ni oraciones. Se trataba más bien de una serie de ritos dirigidos a la marcación del ganado y el centro de toda la atención era el wamani o cerro local.
En este contexto, Millones y Mayer —en el libro citado— concluyen que “no hay santo más integrado al pensamiento andino que Santiago, el apóstol de Cristo”, cuya festividad se celebra en casi todas las provincias serranas y costeñas del país. Así, el santo que comandó mágicamente la lucha contra los indios en el Nuevo Mundo, donde supuestamente se aparecía en las batallas decisivas montado en su corcel blanco, terminó siendo adoptado por estos, como estandarte de una fiesta más agrícola que cristiana. Una celebración que parece recordar más al viejo dios incaico Illapa, aquel que gobernaba las tormentas, el agua y la fertilidad. El culto a este santo es el ejemplo más claro de una religiosidad de raíces mucho más profundas y duraderas.
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