El peligro de las incursiones de piratas y corsarios hizo necesario construir fortalezas y murallas en diversas ciudades del Virreinato del Perú. Hubo tres urbes amuralladas: Trujillo, el Callao y Lima. La muralla de nuestra capital se levantó dando cumplimiento a la Real Cédula del 29 de mayo de 1683. El gobierno español, siempre falto de fondos, encargó al Cabildo limeño que viera la mejor forma de financiar la obra. El presupuesto ascendía a 700 000 pesos, pero los trabajos quedaron concluidos con el gasto de solo 400 000 pesos. La construcción fue dirigida por el cosmógrafo y matemático Juan Ramón Koenig, quien también era catedrático en San Marcos.
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Las murallas le darían a la ciudad forma de triángulo “cuyo lado mayor o base -escribió Manuel A. Fuentes- está apoyada en el río Rímac. Tiene de largo dos tercios de legua desde la portada de Monserrate a la de Maravillas, y dos quintos de su mayor ancho, desde el Puente hasta la portada de Guadalupe. El área total de la parte amurallada y de la parte inferior de la población llamada el Arrabal de San Lázaro, es de 10 millas de circunferencia”. Lo protegido, incluyendo todo lo mencionado, era en total 13′343,680 varas cuadradas. Las murallas tenían nueve portadas: Martinete, Maravillas, Barbones, Cocharcas, Santa Catalina, Guadalupe, Juan Simón, Monserrate y la del Callao, la más transitada, aunque la mejor ornamentada era la de Maravillas. Durante más de 180 años las murallas ciñeron a Lima, que pasó de Virreinato a República. Su capacidad defensiva, muy pronto superada, le quitó valor militar y solo subsistió como un testimonio del pasado que, por otra parte, impedía la expansión de la ciudad.
En 1868 se produjo en Lima una de las epidemias más graves de fiebre amarilla que registra su historia. Comenzó en enero y en el mes de mayo la Municipalidad tuvo que admitir que estaba ante un fenómeno fuera de control y de una severidad sobrecogedora. En abril la epidemia alcanzó sus cotas más altas. La Beneficencia Pública, encargada de los hospitales, estaba presidida por Manuel Pardo y el activo vicepresidente era Manuel Amunátegui, director de El Comercio, quien dispuso que un área del local del Diario fuera habilitada para recibir entre 25 y 30 dolientes. Más nada era suficiente. Los cadáveres se acumulaban por la falta de coches y personal para llevarlos al cementerio. Ante esta situación el gobierno dispuso que efectivos militares ayudaran en esa y otras tareas sanitarias.
En las calles capitalinas se colocaron grandes cilindros donde se quemaba una mezcla de pólvora, astas de toro y alquitrán “para desinfectar la atmósfera”. Desde el fuerte de Santa Catalina se disparaban cada media hora salvas de cañonazos que también tenían como objetivo limpiar la atmósfera. Los ánimos no podían estar más angustiados. Murieron más de cinco mil personas en una ciudad que bordeaba los cien mil habitantes. Entre las víctimas estuvieron el ilustre jurista José Toribio Pacheco y el Cónsul General de Francia, Edmundo de Lesseps, primo hermano del visionario constructor del Canal de Suez.
Los médicos y otros hombres de ciencia llegaron a la conclusión que las murallas eran la causa del hacinamiento existente en la ciudad que contribuía a los contagios. El presidente de la República, coronel José Balta, decidió en Consejo de ministros, que se destruyeran por haberse convertido “en focos de infección de repugnante apariencia, notablemente dañosos a la salubridad pública y en albergue de malhechores”. Por decreto del 1° de diciembre de 1869 se ordenó la demolición de la muralla. A esta decisión contribuyó el copioso aumento de la población de Lima causada por la gente que venía, principalmente de Chile, a trabajar en las obras del Ferrocarril Central. Henry Meiggs, constructor de esa línea férrea y otras, se presentó como único postor para la demolición de la muralla. El precio por el trabajo era pequeño, pero pedía a cambio la concesión de terrenos adyacentes a las murallas. Luego los vendió con grandes ganancias en lotes que iban desde los 400 a los 1600 metros. Como era previsible la ciudad comenzó a extenderse rápidamente hacia el sur. En 1872 se construyó el Palacio de la Exposición que hoy es el MALI. Del que fuera virreinal cinturón de Lima quedan algunos restos, siendo los más conocidos los que llevan el nombre de Parque de la Muralla.
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