La creación del Equipo Especial de Fiscales contra la Corrupción del Poder (Eficcop) se hizo para concentrar fuerzas en la persecución de delitos de influyentes autoridades del Estado. Debía ser capaz de investigar a miembros del Gobierno o el Congreso. Dos años y medio después, la fiscal de la Nación, Delia Espinoza, ha rebajado su estatus. Ya no le reportará a ella, sino a Laura Escalante, coordinadora del subsistema especializado en corrupción de funcionarios. Sus tres principales magistrados fueron desplazados a otras áreas, comenzando por la líder, Marita Barreto. Aunque Espinoza, dorando la píldora, dijo que el Eficcop no ha sido desactivado, en la práctica sí lo está. Es importante saber por qué.
Según la resolución, el cambio era necesario para un mejor cumplimiento de los objetivos. Esta motivación de tipo funcional significa que el sistema anterior no estaba dando los resultados esperados. Una explicación adjunta –acaso sea la principal– es que el Eficcop se había convertido en un organismo sin control, incluso con mayor relevancia que el despacho del fiscal de la Nación, especialmente durante el breve mandato de José Luis Villena. Y esto debido no solo al estilo de Marita Barreto. También porque su diseño lo ponía en la primera línea de un eventual enfrentamiento con los poderes públicos. Así, sus aciertos y excesos terminaron siendo altamente llamativos.
Cuando Patricia Benavides fundó el Eficcop, en julio del 2022, buscaba cercar a Pedro Castillo, el jefe de una criminalidad organizada al menudeo. Lo vio como una necesidad. Fue el asesor jurídico, Miguel Girao, actualmente investigado por supuestos delitos asociados a la gestión de Benavides, el inspirador de la idea y del nombre del grupo. Se apoyó en el libro “La criminalidad de los gobernantes”, de Luis María Diez-Picazo, magistrado del Tribunal Supremo de España. Castillo, el primer objetivo del Eficcop, se cayó solito, al dar el chapucero golpe de Estado que lo mantiene encarcelado. Su segundo objetivo fue la propia Benavides, a la que preparó para que fuera liquidada por la Junta Nacional de Justicia, en un proceso que revisará el Tribunal Constitucional. El tercero fue Dina Boluarte, por sus propios méritos.
Los tres objetivos estaban justificados, aunque, por su condición de aforados, pertenecían al territorio del fiscal de la Nación. El Eficcop hizo el trabajo de cercarlos –un término que se atribuye a Rafael Vela respecto de Alan García– al perseguir a funcionarios de menor nivel con vistas a que después el despacho supremo jalara más arriba. El verdadero turno de Dina Boluarte comenzará en el 2026, cuando venza su mandato. Entretanto, ella ha contraatacado, desactivando a la Diviac y pasando al retiro a sus policías más importantes. La fiscalía podría buscar comprometerla en el Caso Qali Warma, sumándolo al de los Rolex y los Waykis (de hecho, ya allanó la casa del vocero presidencial, Fredy Hinojosa), pero los cambios de Espinoza en el Eficcop le quitarán visos de enfrentamiento político a las investigaciones. Con Barreto en funciones habría habido más espectacularidad.
Parte del contexto es que el Eficcop hizo maniobras de dudosa legalidad, permitiendo una promiscua relación entre sus miembros y agentes encubiertos e informantes. Es el caso de Karelim López, mostrada en actuaciones sociales y de enlace reñidas con su condición de investigada. Ha sido sospechosa, asimismo, la tardanza de ocho meses en investigar una denuncia de extorsión que formuló una imputada en contra de un abogado-periodista cercano a los policías de la Diviac que apoyaban al Eficcop. No ha vuelto a saberse más del famoso agente Roberto, clave para la defenestración de Benavides, al punto de que puede considerársele un personaje ficticio, introducido en un expediente artificial. Todo lo cual quedó en un espacio nebuloso a falta de investigación, mellando el prestigio del grupo.
El fondo del asunto es que un cuerpo de esta naturaleza corre el riesgo de terminar siendo un cacicazgo. El jefe tiene demasiado poder respecto de su propio sistema. Puede establecer acuerdos encubiertos con personajes gubernamentales o congresistas. La complicidad de Barreto con el expresidente del Consejo de Ministros Alberto Otárola es un buen ejemplo. Puede fidelizar a un sector de la prensa. Puede hacerse de un capital político propio que lo proteja frente a sus superiores del Ministerio Público. Un fiscal de la Nación débil no podrá removerlo porque se le vendrá el mundo encima. Cualquier fiscalización interna será considerada un acto de apoyo a la corrupción. Incluso puede investigar y hacer caer a fiscales adversarios (de lo que pueden dar fe Patricia Benavides y la mismísima Delia Espinoza). Una ventaja temible fue disponer, como tenía el Eficcop, de policías expertos en expedientar un buen escándalo.
Por supuesto que este poder puede ser usado razonablemente, pero lo habitual es que a los fiscales mediáticos se les pase la mano. Un rasgo común es su adicción carcelera, sobre todo con los investigados notables, para exhibirlos o quebrarlos, independientemente de las evidencias. Hay jueces mediocres a disposición. Un estudio podría demostrar que se gastan más energías en conseguir las prisiones cautelares que en las investigaciones propiamente dichas. En el Caso Los Waykis en la Sombra, va a ser ilustrativo examinar cómo reacciona la segunda instancia ante los tres años de prisión preventiva impuestos a Nicanor Boluarte a pedido del Eficcop, después de los tres meses de audiencia –un minijuicio– organizados por el juez activista Richard Concepción. Probablemente, se caerá la imputación por organización criminal, la más grave, pues ya era endeble esa tipificación aun antes de que el Congreso flexibilizara la ley. En algunos meses, sabremos cuánto funcionó el inflador en este caso.
En cambio, ya tenemos una idea de cómo van ciertas imputaciones derivadas de la Operación Valkiria V. El Eficcop abrumó de acusaciones al exasesor Miguel Girao, delatado por Jaime Villanueva, por negarse a ser colaborador eficaz. Girao habría organizado la remoción de la fiscal suprema provisional Bersabeth Revilla –motivo de la destitución de Patricia Benavides–; habría participado en un intercambio de favores con congresistas; y hasta habría recibido coimas diversas, amén de otros supuestos ilícitos. Sin embargo, la Quinta Sala Penal de Apelaciones Nacional consideró que, de 14 hechos que dieron lugar a las imputaciones a Girao, solo en tres había sospecha grave y en el resto ausencia de pruebas. Aunque esto no establece que Benavides y Girao están libres de culpa, sí indica que en el Caso Valkiria V puede haber más humo que fuego.
La historia previa es chocante. Girao negó los cargos y le impusieron tres años de prisión preventiva. Fue luego de tres meses de audiencias en cárcel en condiciones compatibles con la tortura, según una Sala Superior Constitucional, que citó un informe de la Defensoría del Pueblo al respecto. El tribunal le dio una reprimenda humillante al juez Raúl Justiniano, quien, conminado a resolver de inmediato, ordenó cárcel para Girao y dos imputados más, luego de 31 horas ininterrumpidas de audiencia en la que, como es natural, se dormía de cuando en cuando. Llevados a la cárcel de Aucallama, los presos lograron que una fiscalía investigara al INPE por el tratamiento miserable que les dieron en ese centro de reclusión.
Puestos a analizar a los equipos especiales, podríamos preguntarnos si fue justificado crear un ‘dream team’ para el Caso Lava Jato, cuyos miembros van a pasar por un doloroso escrutinio a la luz de los resultados. Además, ¿no está el equipo de Los Cuellos Blancos persiguiendo ratones, en vez de la gran organización criminal que, según se anunciaba, caería en sus redes? La fiscal de la Nación, por lo visto, ha dado un paso en la línea correcta.