El presidente Pedro Castillo viajó a Cajamarca para pasar Navidad con sus padres ancianos poco después de que su Gobierno emitiese un decreto en el que se le prohibía a la ciudadanía (o al común de los mortales) “todo tipo de reunión y evento social, incluyendo las que se realizan en los domicilios y visitas familiares”. El pretexto elegido por los defensores del mandatario –que suelen ser tan kamikazes como contorsionistas– para justificar sus privilegios es que “obviamente” el jefe del Estado tenía que pasar tiempo con sus progenitores. “Un granito de empatía”, solicitaba un tuitero el día de Nochebuena, “sus padres están delicados”.
Nunca, en la historia reciente, ha habido más personas en estado “delicado” que en los años del COVID-19 y nunca tanta gente ha tenido que estar alejada de sus seres queridos. La norma era draconiana y tenía poco sentido, pero si nosotros debíamos acatarla, también el que personifica a la Nación.
Poco después, tras muchas críticas e insólitas defensas, el Ejecutivo hizo un cambio ex-post en las reglas de juego para permitir encuentros familiares. Pero, para ese entonces, el caso ya había pintado de cuerpo entero al mandatario y sincerado una actitud que no es nueva en su gestión.
“Bueno, cuando el presidente lo hace… eso significa que no es ilegal”, le dijo Richard Nixon a Frost, y este parece ser un mantra que Castillo obedece con más interés que el de “no más pobres en un país rico”. Ha hecho más por el primero que por el segundo (véanse los pronósticos económicos para el 2022) y es evidente que el presidente siente que su posición lo coloca por encima de todo escrutinio y deber con la justicia. Y todo con poca vergüenza y mucho tupé.
Así, durante la escapadita festiva del jefe del Estado, a las 19 horas de la Nochebuena, este emitió un mensaje a la Nación para saludarnos por la fecha. Y el discurso se acercó más al saludo que hace la reina Isabel II a sus súbditos que al que debería dar un funcionario público empapelado en preguntas que exigen respuestas –el sombrero devino corona hace rato–. Sí, felices fiestas, señor Castillo, pero ¿dónde está la lista de visitantes a su guarida breñense? ¿Qué hará para remediar la incertidumbre que genera y que espanta a los inversionistas? ¿Qué tiene que decir del fiasco xenofóbico que montó para expulsar extranjeros que costó S/422.847, según este Diario?
En general, el presidente le da poca importancia a la engorrosa obligación democrática y cívica de rendir cuentas y cumplir la ley. Su violación de las reglas es sistemática y viene sin propósito de enmienda. Así, siguió presidiendo cónclaves en la famosa casa de Breña luego de que la contraloría señalase su ilegalidad. Del mismo modo, mantuvo a Luis Barranzuela por varios días como ministro del Interior luego de que se descubriese que armó una soberana juerga por el Día de la Canción Criolla cuando estas estaban prohibidas. También, sigue sin decir nada de los US$20.000 encontrados en al baño de su secretario o de sus reuniones a hurtadillas con Karelim López, justo antes de que se firmen contratos millonarios con empresas interesadas.
A esto se añade que, en cinco meses, sin ruborizarse, el Gobierno ha llenado de impresentables el sector público. El primer Gabinete tuvo a un primer ministro que aupaba a la terrorista Edith Lagos, a un canciller que culpaba a las Fuerzas Armadas y a la CIA por el origen del terrorismo en el Perú, a un ministro de Trabajo con inquietantes vínculos con atentados terroristas y hasta a un ministro de Transportes (que se mantiene) con denuncias por hacer transporte informal. Y un largo etcétera que incluye nombramientos en puestos menos ostentosos.
El verdadero problema, en fin, no es que Castillo pase Navidad en familia, sino su creencia de que la Presidencia de la República lo hace inmune a tener que cumplir las reglas que su propia gestión impone, a tener que responder y a ser transparente ante la ciudadanía que lo eligió. Y eso es peligroso.
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