Nada más ser reconocido oficiosamente como el futuro alcalde de Lima, Rafael López Aliaga ha roto hostilidades contra Castillo. No es que antes estuvieran en paz, pero una cosa era atacar al presidente desde el llano y otra, hacerlo desde el umbral del Palacio Municipal. En los pocos días transcurridos desde que el conteo de la ONPE arrojó a su favor una ventaja irreversible, Porky ha proclamado que no piensa reunirse con el mandatario ni con miembro alguno de su Gabinete. “No hay peruano honesto, decente que acepte ser ministro de este señor que tiene casos de corrupción en la fiscalía”, ha sentenciado. Para luego agregar: “Mal haría yo dándole un aval, dialogando con gente que se presta a un engranaje cuestionado”.
Desde el entorno presidencial, por supuesto, los aludidos le han lanzado mensajes de reconvención. El titular de Trabajo, primera franela del equipo ministerial, se ha inventado una supuesta disposición legal que lo obligaría a trabajar con el Ejecutivo. Y el responsable del despacho de Justicia, sahumador apenas menos esmerado que el anterior, le ha hecho saber que “en política, la bravuconería no es buena consejera” (a ver que se lo diga al premier). Al triunfante líder de Renovación Popular, sin embargo, esos discursos no parecen hacerle mella.
–Gestos y muecas–
En una actitud que contrasta con su reciente prédica amorosa, López Aliaga, en efecto, luce determinado a ir a la guerra con quien próximamente será su vecino en la Plaza de Armas. Y eso plantea un enigma. Por sazonada que pudiera estar su percepción de victoria, el hombre tiene que saber que redondear una gestión municipal exitosa sin un mínimo de entendimiento con el gobierno es imposible. En áreas como transporte y seguridad, no hay forma de que consiga volar solo; y en materia de presupuesto, podrían dejarlo sin siquiera aletear.
¿Qué sentido tiene, entonces, la postura radical que ha anunciado? Si hubiera dicho algo como “yo insisto en que el presidente debe renunciar, pero me reuniré con los funcionarios de su administración que haga falta para sacar Lima adelante”, nadie lo habría abucheado por blandengue. Pero si después de hacer maniobras militares frente al enemigo termina pasando por el aro, quedará como aquello que la tradición popular conoce como un “matón de azotea”: alguien que profiere amenazas desde lo alto, pero que al bajar a la calle aflauta la voz.
Porky, desde luego, podría estar apostando a que Castillo deje el poder antes de que él asuma como alcalde, con lo que le tocaría un interlocutor más potable en Palacio. Pero esa sería una timba loca. Acaba de confirmarse que los votos de la oposición jarocha en el Congreso alcanzan, con las justas, para bajar del avión al jefe de la Chota Nostra y no para censurar, por ejemplo, a su digna procuradora en el hemiciclo. ¿De dónde, pues, podrían salir los treinta cruzados que los vacadores echan todavía en falta para cumplir su cometido? Esta pesadilla, comprendámoslo de una vez, no va a terminar así nomás.
La campaña en la que se ha embarcado el mandamás de Renovación Popular, en consecuencia, tiene todo el aspecto de ser una versión más aparatosa de aquello que su bancada y esos otros niños que retozan por los prados de Avanza País ponen constantemente en escena en el Parlamento. Esto es, arrebatos que los presentan como opositores feroces y sin medias tintas, pero que a poco andar se revelan como empeños condenados al fracaso y se desinflan, regalándole un triunfo político a quien se pretendía poner contra las cuerdas. Invitaciones al presidente del Consejo de Ministros a sabiendas de que no se lo censurará (y se le dará más bien la oportunidad de hacer escarnio de quienes lo critican), listas a la Mesa Directiva depuradas de tibios que dividen la resistencia al Gobierno y cosechan apenas 16 votos, mociones de reconsideración de censuras frustradas a ministros repelentes que finalmente tienen que ser retiradas porque no se había mirado el calendario antes de presentarlas… La lista de los gestos de desafío que acabaron degradados en mueca es larga y penosa.
Los cultores del “radical chic” opositor, sin embargo, no se rinden. “¡Qué importa si al final todo se desmorona y fortalece al enemigo si por unos segundos nuestras armaduras resplandecen con soberbia!”, parece ser su lema. Y el alcalde electo de Lima, que por estos días ha declarado que lleva en la mano la espada de San Miguel, daría la impresión de haber caído en ese mismo desvarío.
–Pascua o Trinidad–
Porky tiene varios retos por delante si, como todo sugiere, aspira a convertirse en la cabeza visible de la oposición. Declarar que no va a interrumpir su mandato municipal para postular a la presidencia es un buen principio, pero no basta. Demostrar que es capaz de ofrecerle a la capital un gobierno eficaz, en cambio, puede ser el mejor de los instrumentos a su disposición para diferenciarse de la costra inepta y corrupta que hoy maneja el Ejecutivo. Lo demás no es otra cosa que marchar a la guerra sin un plan de batalla. Y eso, como hemos visto, no solo es inútil, sino también contraproducente, y siempre lo será. Ahora, en Pascua o por la Trinidad.