María José Osorio

Sentadas en la terraza de una casa de playa que compartiremos por una semana, tres mujeres que nos caemos bien, pero que no hemos realmente hablado sobre nuestras vidas nunca, conversamos. Una vez más me sorprendo de la rapidez con la que las mujeres alcanzamos intimidad y confianza. Solo bastan un par de cigarros, cafés y un cielo teñido de lavanda y anaranjado para llevarnos a escarbar dentro y enumerar los fantasmas. No hay resistencia. Una pregunta, la otra responde. Una se quiebra un poco, la otra le pone la mano en el hombro. Nos reímos de cómo todas encontramos en nuestro historial un punto de referencia, dolores con la misma genética, pero también compartimos con absoluta generosidad y apertura lo que hemos aprendido, lo que hemos sacado del lodo con la esperanza de que eso ayude a cicatrizar la herida más rápido. No todas, pero muchas mujeres, hablamos fluido el lenguaje emocional.

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En otra conversación, también esa semana con un grupo femenino distinto, menciono esto y ponemos el reflector sobre los hombres. Nos reímos porque a todas nos ha pasado que los hombres de nuestras vidas salieron con amigos y de ahí cuando volvieron fueron incapaces de contarnos nada sustancial sobre la vida de dichos amigos. Pueden haber desarrollado ensayos de miles de palabras sobre fútbol, videojuegos, política, filosofía o bitcoin pero ni una frase sobre los monstruos que se los están comiendo por dentro o los tropiezos emocionales que tuvieron en el último tiempo. La mayor parte de hombres heterosexuales que conocemos habla muy poco de sus emociones con otros hombres. Los más “avanzados” tienen terapeutas pagados (psicólogos) o terapaeutas gratuitas (novias), con quienes comparten un poco más sobre esto pero, en general, los sentimientos, miedos, dolores, carencias, parecen estar guardados en cajas herméticas con llaves que ni ellos saben bien dónde están guardadas.

Este es un comportamiento aprendido, claro. A los hombres a menudo se les enseña desde pequeños a “endurecerse” y no mostrar sus emociones. Esto puede hacer que sientan que necesitan ocultar sus sentimientos para parecer fuertes y en control. Es el miedo absoluto a la vulnerabilidad. ¿Hay algo de machismo en esto? Por supuesto. El rechazo a la vulnerabilidad es también el rechazo hacia lo femenino: somos las mujeres las que estamos permitidas de ser “frágiles” y la vulnerabilidad se relaciona equivocadamente con la debilidad. Como resultado, son renuentes a abrirse y revelar sus verdaderos sentimientos a otros hombres, incluso si se sienten seguros y cómodos haciéndolo.

La psiquiatra Anne Maria Möller-Leimkühler dice: “Estos estándares masculinos no son realistas [...], por lo que los hombres tienden a lidiar con los conflictos emocionales externalizándolos con hiperactividad en el trabajo, haciendo deporte, viendo televisión o entrando a Internet, consumiendo alcohol de forma adictiva o conduciendo de manera peligrosa para disminuir su ansiedad y para mantener la fachada masculina”.

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Es tanto así, que la misma doctora Möller-Leimkühler clasifica al suicidio como un fenómeno masculino. “La tasa entre hombres es al menos tres veces más alta que entre las mujeres, y es así en todos los países, con pocas excepciones”. Muchos hombres sufren de depresión y ni siquiera lo saben porque no se atreven a decirle al mundo lo que les pasa.

Conviene entonces aplaudir a los hombres de nuestras vidas que han optado por salir de este oscurantismo emocional y se han dado de bruces con todo eso que llevan tiempo sellando al vacío. También extender la invitación a los hombres que aún lo hacen, para que pronto encuentren tardes, cafés y atardeceres donde puedan practicar juntos un nuevo idioma. //


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