Jaime Bedoya

Conforme se acerca el término de un se manifiesta una nostalgia anticipada. Es por la certeza de que apenas este acabe habrá forzosamente que volver a la penosa y áspera realidad. Que en el caso de la situación peruana sabemos que es una atmósfera que oscila entre lo absurdo y lo repetitivo.

Salvando las distancias, al emir de Qatar le debe estar pasando algo parecido.

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Un trascendido reveló en Doha que el emir sale a correr todas las mañanas, entre 8 y 10 am aproximadamente. En medio de ese trance de excitación cardiovascular resuelve la agenda que le permite ser un multimillonario organizado y anfitrión de esa gran operación de lavado y engrase que es una Copa del Mundo. Aprovecha ese momento de ejercitación para despachar sus copiosos asuntos de gobierno, negocios, y familia. Debe recordarse que el señor tiene tres esposas. Por eso trota y trota.

El asunto es que hace días el emir corre furioso. Está de pésimo humor. No le gusta nada la manera en que el mundo, más allá del encantamiento del fútbol, ha criticado y critica a Qatar. Es injusto que sigan con eso, considera, después de las imágenes y momentos memorables que está dejando este campeonato. Mientras corre reniega obsesivamente con un equipo de guardaespaldas al lado encargándose que ni siquiera el viento se le acerque. Se acaba el mundial y los mejores recuerdos se los llevará el fútbol, mientras que el volverá a ser un multimillonario de turbia reputación.

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Madrid aún no pierde contra Marruecos, pero ya demuestra un ánimo funerario hacia el Mundial. Es de noche y han pasado a octavos de final, pero nadie celebra nada en las calles. Sin embargo, estas están repletas de gente. Por el frío exhalan un vapor que nace individual y luego se suma y mezcla en una gran emisión común, en un multitudinario hálito callejero. Antes hubiera sido un pulso común de hermandad. Ahora es contagio.

La gran mayoría de esa masa observa el mismo comportamiento. Llevan un brazo en alto ostentando la antorcha moderna de la civilización: el celular.

Con la cámara del móvil lo que pretenden hacer es registrar las luces navideñas con las que tradicionalmente Madrid celebra las navidades cada año. Le sucede a las polillas. Confunden la luz eléctrica con la luz de luna que las ayuda a orientarse. En los brillos nocturnos navideños la gente busca el norte que suele evadirnos en la vida y a veces, al menos durante cada mundial, pareciera que algo tiene que ver con el fútbol.

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Las sucesivas sorpresas de este mundial han dado a conocer protagonistas insospechados del campeonato. Antihéroes que no calificaban como figurita preciada del Panini pero que ahora, luego del inesperado éxito de su equipo y sorprendente rendimiento personal, se están convirtiendo en protagonistas. Lo saltante es que son ídolos que a diferencia de los ya establecidos lo que no tienen en auspicios comerciales les sobra en iniciativas sociales en las que no ganan nada.

Memphis Depay, jugador de Países Bajos abandonado por su padre y que por eso prefiere que le digan Memphis a secas, tiene una fundación para niños sordos y ciegos. En Gahna, país donde nació el padre que lo abandonó, financia clases para niños. Richardlison, delantero brasilero autor de uno de los goles más hermosos de Qatar así Brasil haya quedado en el camino, durante la pandemia donó dinero para vacunas y ha financiado un equipo de estudiantes para una olimpíada matemática. El atacante suizo Breel Embolo tiene una fundación que lleva su nombre desde donde apoya a personas de bajos recursos, especialmente en los países de Camerún, Suiza y Perú. Eso dice que lo aprendió de su abuelo, quien le decía “ayuda y será ayudado”.

Estos son deportistas que no han tenido que esperar ser archifamosos ni groseramente adinerados para empezar a devolver a los más necesitados algo de la riqueza con que se les premia por patear elegantemente una pelota. Es una linda idea para los futbolistas peruanos más exitosos. A ellos se les suele asociar con la ostentación más pedestre, el coleccionismo de autos de alta gama, o sencillamente el bien merecido provecho personal y farandulero de su buena fortuna. Es decir, se les trata de idiotas morales. No sean injustos. Es que no sabían que un deportista podía ser solidario. Seguro que ya vienen la Fundación Cueva, la Fundación Guerrero, la Fundación Pizarro, y siguen firmas.

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Cristiano Ronaldo envejeció veinte años en el partido contra Suiza. Le tocó enfrentarse a un adversario artero e invencible: el paso del tiempo. El gorila lomo de plata luce sobre la espalda la condecoración argentada que le ha dado el tiempo como signo de adultez. Es jerarquía, pero es también advertencia. Ha llegado al pico de su madurez. Goncalo Ramos, atacante portugués 16 años menor que Ronaldo, se golpeó el pecho tres veces con un hat trick en su primer mundial de muchos que tendrá por delante. El vendaval marroquí, encuentro que encima comenzó como suplente, le agregó diez años más a su carga existencial en este, su último mundial que acabó entre lágrimas.

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Será antipático, creído y bolsonarista, pero Neymar lleva un sambódromo portátil en los pies. Su fútbol es la quintaesencia de la proverbial ginga brasilera. Esta es esa sabrosura cariocamente pura y pentacampeona que combina el andar de la garota de Ipanema con el dribleo torcido e imposible de contener de Garrincha, la alegría del pueblo. Es lo que los peruanos, con presunción sideral, llamamos chocolate. Lo triste es que la única copa que Neymar se llevará de este mundial es la que tiene, o tenía, como protector de pantalla de su celular.

Messi es el motor inmóvil y patriarca oficial de la liturgia futbolística argentina. Tiene tres décadas jugando futbol, pasión para la que nació superdotado desde que era un niño que no crecía. Juega también su último mundial, haciendo gala de un inédito pero efectivo liderazgo de baja intensidad, con silenciador, pero letal cuando apunta al arco o produce una asistencia renacentista. De su mano extraterrestre, poseso por una versión infantil y tierna de Maradona, ha llevado a Argentina a estar entre las mejores cuatro selecciones del mundo.

Para estos tres monstruos jugar este juego en niveles de excelencia superlativa ha sido preservar la posibilidad de seguir siendo jóvenes. Hacerle un túnel al paso del tiempo. Un intento por retrotraerse a cuando eran felices indocumentados tras un balón. Solo uno de ellos está a punto de averiguar si vestirse de corto hasta el filo de los cuarenta años es un camino a la inmortalidad.

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