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Mientras en Lima y en las otras ciudades del Perú, adultos y niños pasaban la medianoche y recibían la Navidad en medio de festejos y abrazos, en los rieles del Ferrocarril Central, ya en la misma capital, a la altura de ‘La Atarjea’, una terrible tragedia enlutó a siete familias. Un tren de carga que provenía de Cerro de Pasco con dirección a Lima se descarriló y en pocos segundos acabó con la vida de siete de sus ocho trabajadores. El Comercio logró informar el hecho casi al cierre de su edición del 25 de diciembre de 1953. Poco se supo esa medianoche del 24 de diciembre, pero el 25, todo fue más atroz a la luz del día.
Con el titular “Grave descarrilamiento ocurrió anoche en el ferrocarril a la Sierra”, el diario decano llegó a informar del hecho en su edición del viernes 25 de diciembre de 1953; sin embargo, no dio tiempo para describir los detalles que desgarrarían el ánimo de cualquier reportero fogueado de esos años. (EC, 25/12/1953)
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Los datos de esa primera y brevísima nota señalaban que el suceso ocurrió en el km. 20.5 del Ferrocarril Central y que el bólido de fierro venía de la Sierra a Lima; la única razón que se esbozaba en esas primeras horas del 25 de diciembre fue que el tren se descarriló, “según parece, por haber tomado mal un desvío a causa de haberse amarrado una chumacera”. (EC, 25/12/1953)
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Otro dato: el descarrilamiento abarcó “más o menos cuatrocientos metros”. Solo se daba cuenta de “cuatro víctimas mortales y numerosos heridos”; y se decía que la Policía había socorrido para transportar a los heridos y fallecidos.
También se informó en esa edición que “Empresas Eléctricas Asociadas” prestaron reflectores muy potentes para buscar más víctimas en medio de esa total oscuridad, cerca del centro poblado La Atarjea, donde ya funcionaba una “refinería menuda” (la planta de tratamiento de agua que hoy conocemos recién se inauguraria en julio de 1956). (EC, 25/12/1953)
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Empresas Eléctricas Asociadas no solo proporcionó reflectores sino también dieron un “equipo electrógeno”, que trabajó “siete horas y media”. Ese apoyo permitió que los rescatistas de la Policía lograran extraer de los escombros, esa misma madrugada, a cuatro de los siete fallecidos.
El personal policial del Puesto de la Guardia Civil de la 21ª Comandancia, Décima Región de la Policía, y el juez de turno, el doctor Teófilo Ibarra, llegaron al lugar, apurados y sorprendidos. Al cierre de esa edición, los rescatistas aún seguían en su trabajo, y estaban seguros de que hallarían más cadáveres. (EC, 25/12/1953)
EL COMERCIO VIO LA VERDADERO DIMENSIÓN DE LA TRAGEDIA CON LA LUZ DEL DÍA
Un reportero y un fotógrafo de El Comercio llegaron a la escena macabra. La desgraciada locomotora Nº 221 bajaba de Cerro de Pasco a Lima a una excesiva velocidad, y de eso fueron testigos algunos vecinos de Vitarte, y un guardián de La Atarjea, quien llegó a dar el aviso de esa peligrosa velocidad a sus superiores, informó El Comercio, el sábado 26 de diciembre de 1953.
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Era un tren de carga, no de pasajeros, y transportaba en 32 de sus 40 vagones decenas de toneladas de minerales (hierro, yeso, costales de zinc, bloques de cobre, además de centenares de botellas y canastas vacías). A la altura de La Atarjea, como ya se dijo, el tren pasó a una velocidad descabellada, a lo que se sumó una curva mortal (Curva Nº 19), que hizo precipitar en una “hondonada” la fatídica locomotora y sus pesados vagones.
Por el peso y la velocidad que traía ese medio de transporte, la fuerza del choque trituró a sus siete víctimas, dejando el tren hecho un amasijo de fierros y restos humanos. (EC, 26/12/1953)
Siete operarios fueron los fallecidos esa madrugada del 25 de diciembre de 1953, apenas unos minutos después de la medianoche. Solo un “brequero”, Pedro López Vidal, quedó gravemente herido, pero con vida. Uno de ocho. López Vidal, junto con otros compañeros, se encargaba del manejo de los frenos del tren, justamente. Este sobreviviente se convertiría en un testigo clave para aclarar el caso.
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Muchas preguntas se hacía la opinión pública desde ese 25 de diciembre: ¿Hubo negligencia de los encargados de cuidar las vías? ¿Exceso de carga? ¿Error humano o fatalidad ferroviaria? ¿La velocidad fue la única culpable?
Cuando el cronista y el reportero gráfico del diario decano llegaron al km. 20.5, se dieron cuenta de que estaban muy cerca de las haciendas Encalada y Quiroz (era época de haciendas en la zona). Ellos averiguaron que el herido, Pedro López Vidal, había sido trasladado, primero, al Puesto Central de Primeros Auxilios de la Avenida Grau; pero por la gravedad de sus múltiples traumatismos -fracturas en el rostro y el resto del cuerpo- fue conducido en una ambulancia al Hospital Dos de Mayo, en la Sala Daniel A. Carrión, cama Nº 13. Tenía un diagnóstico médico reservado. (EC, 26/12/1953)
Fue el guardián de La Atarjea, Honorio Calero, quien avisó a un suboficial de la Guardia Republicana; y fue este último quien anunció la desgracia a la Central de Radio Patrulla. En la capilla de La Atarjea se estaba dando -en el momento del accidente- la tradicional “Misa de Gallo”. El estruendo fue espantoso, aterrador, dirían los asistentes.
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¿A qué hora exactamente fue la tragedia ferroviaria? Pues a las 12 y 15 de la madrugada, del 25 de diciembre de 1953. (EC, 26/12/1953)
Los rescatistas policiales lucharon con los fierros retorcidos toda la madrugada para sacar de allí los restos humanos que podían. La mayoría de las víctimas vivían en el Callao, y por eso era probable -sospechaban las autoridades policiales- que ellos mismos hubieran aumentado la velocidad del viaje para llegar a sus casas y celebrar con los suyos la Pascua.
ERRORES FATALES: LA VELOCIDAD Y LAS FALLAS EN LOS FRENOS DEL TREN DE CARGA
Con seguridad, solo fueron segundos entre ver la velocidad que estaban alcanzando y el darse cuenta de que los frenos no les respondían. Luego de eso, vino la verdadera batalla por la vida. De esta forma, en esos eternos minutos en que estos “hombres de los minerales” luchaban por salvar sus existencias, pasaron ante su vista toda su vida y terminaron, siete de ellos, perdiéndolas de la forma más brutal que uno pueda imaginar.
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Una de las siete víctimas mortales, Félix Pecho, en un acto de desesperación y audacia a la vez, intentó salvarse arrojándose del “tren fantasma” en que se había convertido la locomotora Nº 221, pero “igualmente pereció estrellado contra un roca”, terminando decapitado. (EC, 26/12/1953)
“Desde el punto donde se descarriló el primer vagón, es decir, cerca de 800 metros antes de que el tren se saliera totalmente de la vía, todos los durmientes están deshechos, hay ejes y ruedas a los lados de la trocha y los rieles doblados como si una poderosa fuerza los hubiera manipulado con la misma facilidad con que se dobla una vara de plomo. Hay cerca de 20 metros en donde los dos carriles parecen serpientes de acero; los durmientes hechos astillas y las mismas piedras desmenuzadas en todo ese trayecto”. Así describía el anonadado cronista del decano. (EC, 26/12/1953)
Frente a la Hacienda Encalada, la Policía halló “vagones destrozados”, huecos, mudos, como si un huracán los hubiera vaciado y molido contra la tierra. Recorrer metro a metro ese camino de muerte, permitió al periodista reconstruir el segundo a segundo de la tragedia de los ocho hombres. Porque hasta el herido grave, Pedro López Vidal, vio cómo su vida se estaba acabando como la de sus compañeros, pero fue rescatado a tiempo.
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Lo que se veía era un desfile mortal, con viejos fierros retorcidos y minerales regados por aquí y por allá, y que terminó en esa curva Nº 19, donde la locomotora y sus 40 vagones, o lo que quedaba de ellos, acabó por desbarrancarse con sus ocupantes. Todo parecía una escena de guerra. (EC, 26/12/1953)
Un maquinista, un conductor, un fogonero, y el resto brequeros, cinco brequeros. Para el final de esa agotadora jornada periodística del viernes 25 de diciembre de 1953, aún faltaban sacar de entre los fierros triturados, dos cuerpos más sin vida, que se habían hecho una sola masa con la materia sólida que los cubría, y estaban aplastados por toneladas de material ferroviario.
Pero la curiosidad pública rebasó todo límite... Así, los limeños, creyentes de Dios y bajo un espíritu navideño malsano o algo así, no tuvieron mejor idea que ir a ver el espectáculo de la muerte cerca de Lima. Y lo hicieron a pie, en auto o en bicicleta, como podían. El Comercio informó: “Millares de personas desde Vitarte y puntos más alejados así como desde la capital han acudido hasta el lugar durante todo el día de ayer, para ver el tren convertido en escombros dentro de un amplio terreno”. (EC, 26/12/1953)
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Como siempre, para hacer acto de presencia oficial, aparecieron en la escena la esposa del presidente Manuel A. Odría, la señora María Delgado de Odría y el prefecto de Lima. Pero, junto a ellos, llegaron los que sí debían estar: el jefe de la 21ª. Comandancia de la Guardia Civil, el Comandante Dagoberto Vildoso, y otros miembros de la Policía de Investigaciones.
En tanto, el único sobreviviente, quien había quedado internado en el Hospital Dos de Mayo, el brequero Pedro López Vidal luchaba por salvar su vida. Un reportero del diario decano confirmó con fuentes médicas del nosocomio que el operario malherido tenía “lesiones múltiples en el rostro, pérdida del dedo anular de la mano izquierda, posible fractura del maxilar inferior, traumatismo encéfalo craneano y otras heridas de poca consideración en la palma de la mano derecha”. (EC, 26/12/1953)
Los peritos técnicos, Ricardo del Busto y el ingeniero Víctor Criado Menéndez, fueron nombrados por el Juez Instructor de Turno para que entregaran un informe a las autoridades y así saber exactamente las causas del fatal accidente. La primera impresión, por lo dicho por algunos testigos, es que la velocidad e imprudencia del propio personal operario habrían generado la tragedia ferroviaria.
LOS CUERPOS MUTILADOS EN LA MORGUE Y EL INGENIERO QUE DIO LA CLAVE DEL ACCIDENTE
Aún estaban con sus uniformes de trabajo, unos overoles azules de tela gruesa. Eran los restos de los cinco operarios ferroviarios que reposaban en la Morgue de Lima. Faltaban dos más. Eran siete muertos. Solo uno de ellos tenía “todos los miembros completos; los demás, carecían de brazos o piernas, y en un caso un decapitado desde la raíz del cuello”, decía el reportero del diario decano, no sin antes advertir lo duro que fue presenciar por unos segundos ese cuadro de horror humano. (EC, 26/12/1953)
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Tras esos segundos de visión para los hombres de prensa, las autoridades cerraron la sala para que solo los forenses estuvieran allí. Fue, sin duda, una Navidad triste esa de 1953.
De pronto, apareció en el horizonte de la tragedia alguien que podía dar una opinión técnica y veraz de cómo podía haber ocurrido el accidente del “tren fantasma”, como le llamaba la gente. En medio de los trabajos de reparación de los rieles destruidos, ese mismo 25 de diciembre de 1953, a cargo de una cuadrilla de obreros ferroviarios, estaba el Jefe de Ingenieros de la FF.CC., James Patton.
Patton, junto a su asistente Leisle Simons (ambos de la Peruvian Corporation, que administraba aun el ferrocarril central y lo haría hasta 1971) indicó al personal encargado el arreglo de los “cien carrilados” más afectados y también el plazo que tenían: dos días. “Todo debía volver a funcionar”, parecía decir mientras daba las órdenes. (EC, 26/12/1953)
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Y es que era vital para la economía del país que el transporte ferroviario de Lima al centro del país y viceversa se reanudara lo más pronto posible. El Comercio había comprobado que al menos unos 50 metros de rieles fueron destrozados en su totalidad y también una gran cantidad de “durmientes” a lo largo de la zona afectada, esto es, desde el km. 20.5 (donde todo empezó) hasta el km. 19.
James Patton ordenó también que, desde La Oroya, mandaran una “gigantesca grúa” para levantar las toneladas de fierro que, además, tenía sepultados a dos de los cuerpos sin vida de los operarios. El jefe Patton tenía el plan de “reparar en su totalidad y mejorar casi un kilómetro de la vía férrea”. (EC, 26/12/1953)
El periodista de El Comercio no dudó en preguntarle directamente:
“¿A qué atribuye el accidente?”
“—Pienso que se trata de una deficiente aplicación de los frenos. Un tren de carga con tanto peso llevando 40 vagones, desde Chosica, debe venir continuamente haciendo uso de los frenos; estos no han sido aplicados seguramente, y entonces la máquina por un movimiento uniformemente acelerado ha ido tomando más y más velocidad y cuando quisieron usar de los frenos éstos no respondían y la máquina siguió sin control hasta que, primero al dar una ligera curva, se desataron dos vagones y, luego, metros más adelante, con la velocidad que llevaba el tren, éste no respondió siguiendo en línea recta fuera de la vía hasta sepultarse en este terreno”.
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Era una acertada descripción de la situación crítica y una explicación completamente lógica, coherente y práctica la que esbozó Patton, basándose en la experiencia y el conocimiento de las máquinas ferroviarias que se tenía en ese momento.
“¿A cuánto ascienden las pérdidas?”
“—En verdad no estoy en condiciones de dar una información exacta sobre esto; puedo decirle que el tren cargaba minerales que, como supondrán tienen subido valor, y, además, yeso, botellas vacías y canastas; los vagones petroleros felizmente estaban vacíos”, dijo. (EC, 26/12/1953)
Era la primera vez que la Empresa del Ferrocarril Central del Perú sufría en un solo accidente la muerte de siete de sus trabajadores.
LOS DATOS INÉDITOS DE LA TRAGEDIA FERROVIARIA EN LA ATARJEA
La noticia del día, del fin de año de 1953, era esta, la cual mantuvo a todo el país en vilo y al tanto de cualquier otro detalle de los hechos. El Comercio confirmó la “increíble velocidad” a la que iba la locomotora Nº 221. Asimismo, se supo que, pese a que se le esperaba para después de la 1 de la madrugada, el tren ya estaba en Lima a las 12, “lo que quiere decir, que venía a tal velocidad como para llegar con cerca de una hora de adelanto”. (EC, 26/12/1953)
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Al parecer, la propia locomotora y los vagones estaban en condiciones normales. Así lo señalaron los técnicos de la compañía ferroviaria, pues todas las máquinas habían sido revisadas antes del trayecto; así lo hacían especialmente si el viaje era tan largo como este, de Cerro de Pasco a Lima. Se aseguró que cada vagón tenía frenos hidráulicos de gran fuerza. Había varias formas de controlar o evitar un accidente.
Otra pregunta que se hacía la prensa de 1953 fue si el número de siete trabajadores era el acostumbrado para una travesía tan larga. Los técnicos ratificaron que sí, incluso que por lo general eran seis, pero si venía una “carga mineral” sumaban uno más, como guardián. Confirmaron, asimismo, que los siete hombres eran trabajadores de experiencia en el Ferrocarril Central, y vivían, casi todos, en el Callao. EC, 26/12/1953)
En esos tiempos, el lugar estaba rodeado de haciendas, una de ellas era la Hacienda Quiroz, cuyos agricultores llegaron a la escena, tras sentir como si un “terremoto” hubiera ocurrido. Dijeron que era casi la medianoche o unos minutos después, y que ya estaban acostados, pues se despertaban muy temprano. Al escuchar el estruendo, salieron y se dirigieron a los rieles del tren; sabían que de allí había venido el ruido.
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Vieron regados por todos lados, “sacos de mineral y barras de cobre; había luna y así pudimos descubrir dos cadáveres”, dijeron a El Comercio. Uno de los primeros en llegar a la escena, dijo que “la locomotora echaba chispas, parecía que había incendio”. (EC, 26/12/1953)
El diario decano logró un testimonio revelador. Teodora Alcántara tenía una tienda en la misma zona de La Atarjea, el lugar más próximo al accidente. Ella contó:
“—Yo iba con mi sobrina a la Misa de Gallo, y llegué en el momento del Evangelio, justo cuando ingresaba al templo sentí un estremecimiento como si se tratara de un temblor y un ruido seco y, a lo lejos, un grito desgarrador de un hombre joven que rompió el silencio de la noche. Seguimos en la misa y al terminar, todos comentaban el ruido que se había escuchado. En momentos que volvía a mi casa, llegó corriendo un joven que nos dijo: ‘El tren se ha descarrilado’. Yo y muchos creímos que se trataba de una cosa sin mayor importancia, pero más tarde, alrededor de las 2 de la mañana, todos en La Atarjea decían que se trataba de una verdadera catástrofe y que habían muchos muertos”. (EC, 26/12/1953)
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Todos los testimonios coincidían en la velocidad fantástica, brutal de la locomotora Nº 221 de la Empresa del Ferrocarril Central del Perú. Lo más probable era que, cuando pasó por Vitarte, y dejó asustados a varios por ese vértigo en su marcha, el tren ya estaba fuera de control, y con la tripulación luchando por controlarla.
¿QUIÉNES ERAN LAS VICTIMAS FATALES EN EL TREN DESCARRILADO?
El herido grave, el único sobreviviente, fue Pedro López Vidal, quien quedó internado en una cama del Hospital Dos de Mayo, donde fue hallado por la prensa al lado de un primo suyo. López, según el cronista del diario, estaba con el rostro totalmente cubierto de esparadrapos, vendado, quejándose de dolor. (EC, 26/12/1953)
López Vidal tenía 28 años, y era de Pomabamba, Áncash. Vivía en el Callao, en la calle Moquegua Nº 307, y desde 1941, cuando a sus 16 años, llegó a la capital. Desde 1948 trabajaba en la Empresa del Ferrocarril Central del Perú, donde ingresó a laborar a los 23 años. En el momento del accidente ferroviario era soltero y vivía con sus padres.
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No se le pudo hacer ninguna pregunta, pues llevaba menos de 24 horas internado. Apenas fijaba la mirada en el reportero y negaba todo, entre confundido y adolorido. Pero, con seguridad, López Vidal explicaría después su versión a la Policía. (EC, 26/12/1953)
Los nombres de las víctimas mortales fueron:
“1.- José Manuel Valencia Gallegos, maquinista.
2.- José Efraín Olazábal Salazar, fogonero.
3.- Cornelio Santisteban, conductor.
4.- Albino Salinas Izaguirre, brequero.
5.- José Navarro, brequero.
6.- Félix Pecho De la Cruz, brequero.
7.- Porfirio Félix Burga, brequero”.
Pero de estos siete casos lamentables, el que más impactó a la prensa nacional fue el de Manuel Valencia Gallegos, maquinista de 30 años, Era natural de La Oroya, y domiciliaba en la calle Sexta Nº 164, interior 4, Callao. El obrero estaba casado con Cristina Núñez, y dejó en la orfandad paterna a seis hijos: “Tres hombres y tres mujeres los cuales son: Ernesto, Doris, Rodolfo, María Luisa, José Manuel e Isabel Cristina, todos de menor edad y, además, su esposa está en estado grávido”. (EC, 26/12/1953)
La viuda contó al reportero del diario decano que antes de salir su esposo le había dicho que se preparase para recibir la Pascua con él, y que hiciese un chocolate porque iba a estar antes de las doce. “Antes de viajar le compró juguetitos a sus hijos, según nos agregó su hermano Bernardo Valencia”. (EC, 26/12/1953)
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Por su parte, el fogonero José Olazábal Salazar, de 28 años, tenía también una historia personal detrás. Si bien era soltero y tenía como domicilio la calle Ayacucho Nº 576, Callao, Olazábal era natural de Camaná, Arequipa, y era parte de una familia de cuatro hermanos: Carlos, Percy, Gloria y él. Su padre era José Olazábal Solís, y su madre, la señora Ofelina Salazar.
“El padre contó que José era muy buen hijo, tranquilo, reposado, no tomaba alcohol, solo un poco en reuniones familiares. Dejó dicho en su casa que iba a llegar antes de las 10 de la noche. Desde hacía 9 años trabajaba en el F.F.C.C.”. En efecto, José Olazábal había empezado a laborar a los 19 años. (EC, 26/12/1953)
Al día siguiente, el sábado 26 de diciembre de 1953, mientras don José, padre de la víctima, hacía los trámites para el sepelio de su hijo en la Estación de Desamparados, declaró de nuevo a El Comercio. Contó que su hijo había salido de la casa el mismo 24, a las 2 y 30 de la tarde. (EC, 27/12/1953).
“Estaba un poco contrariado, pues tuvo un presentimiento que algo grave le iba a ocurrir en su trabajo, al extremo que anduvo unos cuantos pasos con dirección a la esquina y nuevamente regresó a su domicilio; posteriormente, se presentó a la finca un compañero de trabajo del Ferrocarril, quien le hizo creer que únicamente dejaría la máquina Nº 221 en Chosica y que luego regresarían por la Carretera, pero ocurrió que encontrándose en esa localidad, recibieron una contra orden en el sentido que deberían conducir la locomotora hasta su sitio de procedencia, o sea, el puerto del Callao”. (EC, 27/12/1953).
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La otra historia a la que tuvo acceso el reportero del diario decano fue la del experimentado brequero Albino Salinas. Vivía en una humilde vivienda en la calle Segunda Nº 558, de las Chacaritas. Fue su hijo Isidoro, el mayor de todos, quien habló con El Comercio:
“Somos ocho hermanos, tres hombres y cinco mujeres: Isidoro, Luisa, Anselma, Victoria, Luis, Rodolfo, Norma y María. Mi padre era chalaco de 49 años, casado con Micaela Muñivero. Tenía 20 años de servicio. En vísperas del accidente estaba feliz porque cuatro de sus hijos habían recibido diplomas de premios y les compró un trencito de juguete”. (EC, 27/12/1953)
El sábado 26 de diciembre de 1953, también en la Estación Desamparados, a donde al parecer citaron a los deudos para darle el apoyo económico del sepelio, una de las hijas de Albino Salinas recordó que su padre acababa de cumplir 30 años de casado con su madre Micaela. “Nunca lo vi embriagado”, dijo.
Las familias afectadas remarcaban el punto de la supuesta embriaguez porque ya se escuchaban rumores de que los operarios del tren descarrilado habrían estado tomando licor, lo cual era falso, según las autopsias de ley. Estas autopsias también revelaron que las muertes de los siete obreros fueron por traumatismos múltiples, y una decapitación (Félix Pecho).
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En las diligencias en la Morgue Central de Lima, los familiares pugnaron por entrar a la sala de examen, siendo impedidos por la Policía. Había mucho dolor, tristeza e impotencia en el ambiente de la calle Cangallo, en el Cercado de Lima, al costado de la Escuela de Medicina de San Fernando (San Marcos). (EC, 27/12/1953)
EL TESTIMONIO CLAVE: HABLÓ PEDRO LÓPEZ VIDAL, EL UNICO SOBREVIVIENTE DEL TREN DESCARRILADO
Ese mismo sábado 26 de diciembre de 1953, dos días después del accidente, El Comercio logró tener la primicia de las primeras declaraciones del brequero Pedro López Vidal, hospitalizado en el Dos de Mayo.
Al llegar, el reportero lo vio con visitas de familiares, y al lado de un médico interno que la aplicaba “suero fisiológico”. Antes le habían hecho una transfusión de sangre. López Vidal estaba recuperándose lentamente. Su edad y fuerza de voluntad lo estaban ayudando a superar las heridas y fracturas. Entonces, tras lograr el permiso del encargado en ese momento, el interno Luis Parodi Zuccarino, la víctima López Vidal habló con el primer medio de prensa de su vida. (EC, 27/12/1953)
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“¿Qué ocurrió señor López Vidal?”
“—Después de haber recorrido exactamente un kilómetro de la salida de Chosica, me di cuenta que el freno directo no funcionaba (Weshinghouse), por lo que comprendiendo la gravedad de lo que significaba esa falla, sin pérdida de tiempo le solicité a Félix Pecho que se encontraba unos vagones más adelante, que me alcanzara una herramienta para abrir la llave de emergencia”.
“—Por causas que ignoro, mi compañero de trabajo no cumplió con entregarme la herramienta que le solicité en esos angustiosos momentos; siendo así que solamente atiné a cogerme fuertemente del techo del vagón en que viajaba, esperando que el tren llegara a la Estación de Viterbo, donde existen varios desvíos, lugar donde obligadamente se produciría el descarrilamiento”. (EC, 27/12/1953)
Pedro López Vidal revelaba templanza y valentía al declarar en ese instante, en medio de atenciones médicas. Continuó:
“—Desde el principio que advertimos el peligro en que nos encontrábamos, nadie abandonó sus puestos, antes bien, el maquinista sin pérdida de tiempo procedió a mover con energía la palanca que sirve para el cambio de marcha, tirándola hacia atrás hasta el máximo, para obligar a la locomotora a retroceder; fatalmente, la maniobra no dio resultado alguno, produciéndose horas después lo que todos conocen”.
Contó, asimismo, que antes de subir a las máquinas, todos los trabajadores eran examinados por uno de los jefes, para evitar que alguien haga su trabajo embriagado. Dijo que la empresa era muy celosa de ese control. (EC, 27/12/1953)
Y concluyó con estas palabras:
" —No recuerdo por el momento nada más con relación a lo ocurrido: siento profunda pena por la muerte de mis amigos y compañeros de trabajo, quienes pensé se encontrarían internados en algún Hospital en la misma condición que estoy yo”.
Pedro López Vidal estaba agotado. Y el propio médico pidió al reportero que se retirara. Así lo hizo. Pero no sin su valioso testimonio debidamente registrado. (EC, 27/12/1953)
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Luego se supo que la Empresa de Ferrocarril Central del Perú procuró trasladar a López Vidal a la Clínica Anglo Americana, pero los médicos del Hospital Dos de Mayo se negaron a autorizarlo en un principio, ya que aún su estado era de cuidado. Pese a ello, López Vidal fue llevado finalmente a la clínica privada el domingo 27. Allí terminó de recuperarse tras largos meses de cirugías y tratamiento físico.
Las investigaciones policiales posteriores comprobaron prácticamente todo lo que indicó esa vez a El Comercio el brequero Pedro López Vidal. Salvo un detalle que López no pudo precisar: la velocidad normal de ese tren era de 50 km/hora; y según lo que pudo comprobarse, el tren descarrilado de La Atarjea llegó a triplicar esa velocidad, es decir, el tren de la muerte marcó 150 km/hora. Aunque suene increíble.
La Policía determinó que el tren hizo un tiempo de “20 minutos” entre Chosica y Lima, siendo el tiempo del itinerario 1 hora y 40 min. “Este hecho revela, sin lugar a dudas, que la velocidad del tren era, sencillamente fantástica, pese a tener la máquina apagada. De ahí también que no pudo detenerse en la Estación de Santa Clara, siguiendo de frente con los 40 vagones, cargados de mineral, que arrastraba”. (EC, 28/12/1953)
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El domingo 27 de diciembre de 1953 fueron los sepelios de las víctimas. Valencia, Pecho y Porfirio, fueron velados en el local del Centro Social Ferroviario, en el Callao; Olazábal y Salinas se velaron en sus domicilios, también en el Callao. Los cuerpos de Santisteban y Navarro, prácticamente enterrados debajo de toneladas de fierro, recién pudieron ser rescatados el lunes 28 de diciembre de 1953, con la ayuda de la inmensa grúa traída desde La Oroya.
El tránsito ferroviario se fue reestableciendo poco a poco. Para inicios del año 1954, todo volvió a la normalidad. Menos las vidas de las ocho familias (incluida la del herido) que vivieron la desgracia en carne propia. Fue la catástrofe de mayores proporciones de ese año 1953 en el Perú.
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