Nuevas historias: Celia, Un día perfecto...
Después de algunos días, volvemos con más historias enviadas por nuestros lectores y lectoras: van cinco relatos: “Celia”, “Un día perfecto”, “Campos Elíseos”, “Costumbres” y “Una noche estrellada”.
Celia
Era de noche cuando llegué a Jicabamba. El pueblo apenas estaba alumbrado por unos cuantos postes de débil luz amarilla; sin vida, sin movimiento. Me preguntaba si realmente era lo que quería, pero estaba ahí porque iba a trabajar, lo que tanto había anhelado desde mi último empleo seis meses atrás.
Jicabamba tenía ochocientos habitantes, una plaza, cuatro calles, una comisaría, una escuela primaria, un instituto pedagógico y un centro de salud. Fue una tarántula del tamaño de mi cara que me recibió mientras me instalaba en la residencia del Centro de Salud donde trabajaría…y viviría. Una vez más dudé sobre mi permanencia en ese lugar.
Fue durante la primera semana trabajando como Médica que entró a mi consultorio la Obstetriz para explicarme el problema de salud de una paciente que ella había tratado y no mejoraba. Quería que yo la examinara. Le dije que la haga pasar.
Celia entró sola, dijo tener diecisiete años, era de contextura delgada. Yo registraba sus datos y síntomas con mucha atención y exhaustividad. Inicialmente me refirió que llevaba una semana con fiebre, dolor abdominal y ardor para miccionar. El tratamiento con antibióticos dado por la obstetriz, para una infección urinaria, no habían mejorado sus molestias.
Como parte de la historia clínica (y de un pensamiento mío suspicaz percibiendo que Celia ocultaba algo), le pregunté si había tenido relaciones sexuales, me dijo que no. Le hice la misma pregunta dos veces más, casi en tono prepotente e inquisitivo, pero siempre la respuesta fue negativa. Agregó que se encontraba en los últimos días de su menstruación y eso aplacó mi desconfianza.
Al hacer el examen físico, había leve dolor abdominal y efectivamente la toalla higiénica que llevaba indicaba sangrado propio de una menstruación: rojo chocolate, escaso y no tenía mal olor. No había nada más que llamara mi atención. Confirmé el diagnóstico, era una infección urinaria y amplié la cobertura antibiótica, insistiéndole que regrese en dos días para reevaluarla y ver su evolución. Estaba segura que le iría bien con el tratamiento indicado.
Pocos días después, cuando casi había olvidado a Celia, un policía se acercó al centro de salud y pidió conversar conmigo, al saber que yo la había atendido. Celia había sido reportada como desaparecida por los profesores y compañeros del instituto donde estudiaba, al ausentarse de clases varios días.
De pronto, la gente me señalaba como responsable de la desaparición de Celia, condenándome con sus miradas. Aparentemente yo había sido la última persona con quien Celia tuvo contacto. Ya no podía salir a la calle tranquilamente.
Dos días después, los padres de Celia llegaron desde una comunidad de Jicabamba, donde vivían, y al entrar al cuarto alquilado de su hija lo que hallaron empeoró la situación: sábanas, ropa y enseres manchados de sangre, incluso las paredes.
El mismo día de ese hallazgo, le hacían necropsia a una mujer joven que había fallecido en el Hospital Regional – a ocho horas de Jicabamba. Había llegado allí referida de un centro de salud, situado a 30 minutos del nuestro.
Celia era la que se encontraba en una fría mesa de necropsia: luego de atenderse conmigo, había empezado a sangrar por vía vaginal en forma desmedida durante dos días, acudiendo a otro centro de salud cercano. Ahí también sospecharon de un embarazo complicado, pero Celia continuaba negando haber tenido relaciones sexuales y al ser menor de edad no se podía seguir haciendo evaluaciones. Ésta vez también estaba sola.
La necropsia reveló que Celia estaba embarazada y tenía dos perforaciones en el útero. Murió de un aborto séptico provocado, diciendo que nunca había tenido relaciones sexuales.
Alejandra Bendezú Chacaltana
DNI 40201084
Un día perfecto
Mi vida era un fiasco, no tenía suerte en nada; no tenía un buen trabajo, no tenía familia, esposa, ni hijos y mucho menos perro que me ladre. Vivía en el rincón de un callejón de mala muerte y lo único que me sostenía eran cinco monedas plateadas que ganaba diariamente.
El día era insoportable, insostenible e imposible; me levantaba de ese rinconcito del callejón de mala muerte que olía a cigarros, cerveza, orines y hasta basura; pero que era mi rinconcito porque vivía en él y me adapté a él. Caminaba cincuenta pasos y ya estaba en la esquina, listo para empezar y solo pensaba: “un día más de mala suerte y solo soy yo el culpable de tan mala suerte”, ¡Sí tan solo yo! Porque crecí teniéndolo todo, mis padres me dieron he hicieron todo por mí, pero yo con mi dejadez y abandono no hice nada por mí y hasta espanté a mi hada madrina de la buena suerte.
El día empezó, caía la lluvia, y mojaba mis chanclas negras envejecidas que me hacían compañía desde muchos años atrás, y que se habían convertido en mis compañeras y amigas de toda la vida. Un auto se estacionó y me acerqué como siempre a limpiar el parabrisas, la doña que estaba al volante, tan solo me miró y sin gesto alguno abrió la ventana y puso en mi sombrero una moneda dorada de la estatua de La Libertad, vaya simbólica moneda dorada y sin brillo, esto no me dará ni para el baguette que llena mi panza en el atardecer. Puse la moneda dorada y sin brillo dentro de mi bolsillo zurcido, minutos después algo sonó y giró hasta que se detuvo, era la bendita moneda que se había caído de mi bolsillo al suelo, encima de un sucio papel amarillo pisoteado por los transeúntes y quizá por mí mismo. Levanté mi moneda y sin importar siquiera junto con ella el sucio papel amarillo pisoteado por miles de zapatos. Esta vez sostuve la moneda y el papel en mi mano para no perderlos de vista.
Era ya casi media mañana y decidí caminar para cambiar esa moneda dorada en una casa de antigüedades, quizá me dieran algo y ya no tendría que seguir limpiando parabrisas. Llegué a la tienda y aunque no me quería desprender de mi moneda dorada y mi papel amarillo, tan solo abrí mi mano y dije: “Dígame, esto vale algo”. Vaya que sí, esto vale mucho, me respondió la hermosa dama que estaba detrás del mostrador. No podía creer que una pequeña moneda dorada de la estatua de La Libertad y sin brillo alguno valiera algo, Mi corazón se aceleró, mis ojos querían salirse y bailar y en eso la hermosa dama me dijo: “La moneda no tiene mucho valor, este papel amarillo ha cambiado su suerte”.
Era el día perfecto para mí, será coincidencia del destino o mi hada madrina se acordó de mí, pero dejó de llover, mis chanclas se secaron y recibí una maravillosa noticia y es que tenía en mis manos el billete ganador de la lotería. ¡Qué gran día realmente!, ¡Es un día perfecto!, no se puede pedir más y gracias a esa moneda dorada y sin brillo que se me cayó del bolsillo zurcido encima de un gran billete. Hoy sentado en una mesa elegante frente a una hermosa dama de bellos ojos, ¡Sofía, mi esposa!, ¡La misma dama de la casa de antigüedades!, celebrando que hemos recibido el premio al mejor restaurante Peruano Latinoamericano después de diez años de arduo trabajo en conjunto.
Carmen Moquillaza Ramos
DNI: 09597469
Campos Elíseos
Ella lo muerde, lo irrespeta; se deja llevar por ese simulacro confuso. Él brama de dolor… o de goce, la cubre con su cuerpo mientras trata de disimular torpemente la intención del embiste. Muerde su oreja como jugando (nunca se sabe); sobre todo porque ella le ha clavado sus largas y afiladas uñas en la espalda. La sangre siempre termina por agravar la situación. Él, lastimado pero sin menoscabo en su disposición salta una vez más sobre ella que se deja con algo de remordimiento a la saña ilógica sobre su garganta. Lo olfatea y lo lame, lo mira con la vulnerabilidad de una víctima a quien se le conceden sus horcas caudinas; él se siente amo y señor, por un instante despótico-indolente, casi obviando la amortiguada rendición que va haciéndose cada vez más evidente en un quejido que es a la vez una invitación de esclava dispuesta al castigo, pero él, ahora un niño, completamente obnubilado, devuelve lo que supone el agravio a su sexo, con la consigna de saciar a cualquier precio los deseos más íntimos, y más sombríos. Ella reacciona con orgullo de hembra, lo revuelca y se yergue sobre él, se hace del poder y de una autoridad que acarrea el temor, un temor rastrero en busca ya de amnistía y de piedad que ella concederá siempre y cuando él demuestre las aptitudes de su género, su resistencia, de que la convenza con su maltrato y su salvajismo, total, nunca hay reglas en esta interminable contradicción: de una u otra forma el vasallo dominará al amo, pues de alguna manera el amo encuentra libertad en esa sensación de que el tonto juego lo doblega y lo pone de rodillas ante el vasallo.
Por último, avivado el deseo, se incorpora y ruge buscando intimidarla y enardecerse al mismo tiempo, la función absurda, la conjunción secreta del delirio, dos seres que ya no son más que elementos sin razón en el suceder de un hecho en que ya no están presentes más que como cuerpos desgarrándose mutuamente, una materia indecible. Arremete con furia, ella lo muerde en pleno vientre, grita, se excita, le acaricia el pecho con suma delicadeza para no romper el equilibrio precario al que han llegado mientras se funden en una masa indescifrable de baba y de pelo, mientras se aman vorazmente entre sangre, gemidos y estrecheces; se golpean contra el tabique lateral, pero nunca se fijan. Han pisado el plato de peltre cuyo contenido sale despedido por todo el aire como una celebración incomprensible a la inhospitalidad. Ella se agita tras él, coquetea inútilmente, el desesperado le acaricia los labios con paciencia, muy despacio, le pasa la lengua por entre los dientes, ella no se resiste, el placer es mucho, deja escapar un filamento de orina tibia sobre su pierna, él al borde del soponcio la ama con todas sus fuerzas, con un satisfactorio dolor pélvico o el ardor insufrible sobre su sexo.
-No es tiempo- dice “x”.
-Definitivamente- repone “y”.
-Esto nos podría costar más que el jornal del día si nos descubren.
-No estoy para estos trotes- dice “y” entrando con una horquilla-; debemos hacer algo, no podemos quedarnos con los brazos cruzados.
-Saca a la “Susy”- grita “x” desde afuera-, es más fácil.
-Sí- dice “y” haciendo evidente la ironía-, no sé qué sería de mí sin ti.
La captura con algo de dificultad, pero al fin la logra remolcar hasta afuera y la encaminan hacia su próximo aislamiento.
-Ojalá hayamos llegado a tiempo- dice “x”.
-Ojalá- repite “y”.
-Estos osos no dejan de aparearse durante su temporada, ¿no?
Nombre: Antonio Taboada
DNI: 10867059
Costumbres
De la hamaca se levantó Mario, un joven con recursos que vivía de una forma distinta a la juventud. Iba hacia su nevera, cogía una lata de gaseosa americana, se la terminaba con seriedad en la cara, aburrido por hacer siempre lo mismo; eran sus costumbres. Dormía en una hamaca desde hace ya tres meses, porque sus padres estaban usando el cuarto para criar a su hermano menor, él aceptó la idea y ni se quejó ¿y el frío? Pues, por suerte para él, eran los tres meses del verano. Todos los días salía a caminar solo, por un parque cercano a su casa, se juntaba con sus amigos del barrio, un pajarito que él frecuentemente llamaba Pío y a un perro al cual llamaba Gregorio. Todos los jóvenes, adultos y hasta señores de tercera edad, lo miraban con cierta curiosidad y rareza, como si Mario fuera un loco, y no. Mario era un fanático de la filosofía y le gustaba conectarse con la naturaleza, él no hablaba con los que había llamado Gregorio y Pío, sino, más bien, les hacía cariño, trataba de sentir en ellos una energía, que bueno, él sí sentía. Cierto domingo, en la mañana, apenas el sol salía, al igual que las personas salían a caminar, una señora renegona se le acercó al chico y comenzó a regañarle y regañarle, le decía que debía tener una vida social, una vida con amigos de verdad, y no hablando con perros y pájaros. El chico, en plena edad de rebeldía, le hizo caso omiso, y se fue a un árbol un poco más lejano, a lo que la señora se fue mirándolo molesta. Para Mario se había vuelto un suplicio que se le acercase una vez, pues, el pobre no se imaginaba lo que iba a venir. Resulta que la señora se había mudado ahí y era una apasionada del “footing” según decía ella y no soportaba ver a jóvenes “vagabundos” en su barrio. Igual, eso no era excusa. Un día la señora se hartó de verlo cada día y llamó a un sereno que tenía una caseta por ahí y le dijo que sacara al joven vagabundo el barrio, este le respondió que no, que era un chico muy elegante, sano, muy bueno, vivía cerca y nunca había hecho problema alguno. La señora hizo simplemente ni le importó y ella misma fue hacia el chico, para sacarlo, estaba completamente molesta, cuando se acercó, el chico estaba debajo de otro árbol, leyendo a Friedrich Nietzsche. “¡Oye niñato! ¿Por qué demonios lees acá? ¿No puedes en tu casa?”. El niño le respondió con calma, la rebeldía ni lo dominó: “Es que… aquí; y no como en mi casa que todos hacen lo que yo hago, o, mejor dicho, yo hago lo que ellos hacen; yo puedo saber cómo es el mundo…”. La señora se quedó perpleja con la respuesta tan suave, tan apacible, tan fuera de lo común para cuando uno recibe sólo gritos. El niño continuó: “… yo me puedo dar cuenta cómo es la gente, cómo son las personas, me he dado cuenta que no todas son así, me he dado cuenta que son factores, todos, absolutamente todos los humanos, para una vida normal, real”. La cara de la señora se transformó, estaba a punto de irse, pero era el centro de atención y a ella le encantaba eso, con lo que le subieron las ganas de hablar… “¿Y eso te gusta, niño?”. Este respondió: “Así es, madame, me encanta conocer la realidad, a esta edad y en este mundo, donde todo es tan, tan superfluo.”
Juan Francisco Osores Pinillos
DNI: 76310239
Una Noche Estrellada
De noche al salir la luna, el anciano Abrahán aguza el oído hacia la maraña de estrellas que entrelazan el cielo, como si de algún modo, este impulso le permitiera escuchar alguna voz proveniente de ellas. Aquellos luceros le parecen hermosos, quizá lo más perfecto de la creación; « ¡lo más sublime de la mente divina! » ─se dice─. Aún revive el recuerdo de otra noche como esta en que Yahvé, al sacarlo de su lecho, le promete una descendencia innumerable como las estrellas que tanto admira.
Una pena muy grande embarga su corazón y por un instante siente que Dios ha abandonado su causa. La víspera del aniversario del nacimiento de su hijo, la voz de Yahvé bajó del cielo y lo poseyó lentamente, como lo hace la luz cuando ingresa a una caverna oscura e impenetrable. Experimentó un estremecimiento extraño, y una desconocida agitación en la sangre lo inquietó: « ¡Oh Sadday aquí estoy!… ─le dijo─ ¿Qué quieres de mi? ». Una expresión de profunda tristeza se imprimió en su rostro postrado en la arena. En vano rogó que le quitara la vida antes de ver realizado semejante designio: « ¡Sadday!, ─le dijo en voz alta─ ¿Cómo seré padre de multitudes si lo único que tengo debo entregártelo?». Pero Dios no le respondió. Tampoco lo haría en los días sucesivos y menos esta noche en que contempla las estrellas y aguza el oído esperando un milagro.
Luego de aparejar su asno, el anciano troza cuidadosamente la leña para el holocausto y manda a llamar a los pastores que lo acompañarán durante el viaje. No olvida colocar la daga dentro del aparejo del animal. Recuerda el momento en que su padre se la dejó muchos años atrás, allá, en la tierra de los Caldeos. Fue también en Ur, donde una noche antes de partir tuvo aquel sueño: era un niño cuando encontró una tórtola que aleteaba moribunda al pie de un olivo. El pequeño Abrahán sintió compasión por el animal y, con profundo amor, curó sus heridas y la alimentó hasta que el ave recobró sus fuerzas. Pero una tarde su tórtola ya no estaba. Su padre la había ofrecido en sacrificio junto a una novilla y un pichón y estaban partidas por la mitad en medio de una enorme piedra achatada. El pequeño Abrahán encolerizó, lloró a mares y al increpar a su padre, este le oyó decir: « ¡Hijo mío, el Señor así lo quiere! ». Pero en medio de aquel terrible holocausto, un lucero portentoso emergió de las entrañas de la tórtola y, junto a este, miles de aves volaron despavoridas hacia los cielos; también lo hicieron incontables becerros, bueyes, cabras y pichones. Aquella fantástica visión lo inquietó siempre, incluso hoy que viene a su mente después de mucho tiempo.
Ahora entra al desierto ya de madrugada. Su mente solo evoca la promesa que le hizo Yahvé de extender su simiente por el mundo « ¡Mira el cielo; ─le dijo una noche─ cuenta las estrellas si puedes… pues así será tu descendencia! ». Ahora mira esos puntitos luminosos y aguza nuevamente el oído hacia ellos. Seguirá así el resto de la noche, y todo el camino hacia la montaña, hasta el último momento si es posible, pues sabe que debe confiar en Yahvé aunque sus senderos sean tortuosos y oscuros.
Abrahán parte al desierto temeroso por lo inevitable. Lo invade terriblemente la angustia, y aunque se siente abandonado, en las profundas cavidades de su corazón anida aún intacto el germen de la esperanza; aquella que le dice de que Dios, llegado el momento, cumplirá su promesa.
Alfredo David Zapata Rivera
DNI: 41705925