MIGUEL VILLEGAS @prakzis
[El Mercurio / GDA]
En Lima, Jorge Sampaoli aprendió lo que era el Golf.
El Golf es, en realidad, el Lima Golf Club, un inmenso parque de 49 hectáreas donde la clase alta limeña practica el deporte que hizo millonario a Tiger Woods. A solo 15 minutos del centro, en San Isidro, el Lima Golf Club es, además, el espacio ideal para hacer footing y escapar por unos minutos del caótico tráfico de la capital del Perú. Un trazo de la naturaleza que aclara una ciudad gris. Frente a El Golf vive, por ejemplo, Gisela Valcárcel, la conductora de televisión más famosa del país. Ella sale a correr por el Golf, aunque cada vez menos, por temor a los paparazzis. Pero en el Golf no solo te puedes encontrar celebridades. En su última etapa como entrenador en el Perú, Sampaoli dedicaba algunas horas de su vida a mantener su mejor estado físico corriendo. Futbolista jubilado muy joven por una fractura de tibia y peroné, el hombre más ilustre de Casilda sabía que el entrenamiento diario no es una sugerencia sino, más bien, una obligación. Carlos Salas, editor del suplemento Deporte Total de El Comercio de Lima, recuerda haberlo visto más de una vez trotando por el Golf con sus headphones. “No sé si estaba concentrado en su trote o en lo que estaba escuchando. Pero parecía hipnotizado”, recuerda ahora, tres años después, mientras vemos un documental en You Tube sobre el entrenador argentino hecho por fanáticos de la ‘U’ de Chile, donde es casi una divinidad. “Parecía hipnotizado. Pasaba sin mirar a nadie y nadie lo miraba tampoco”, insiste. Claro. Ese Sampaoli no era este Sampaoli.
Podía pasar tan desapercibido como un árbol viejo.
Así es. Se trataba de un entrenador casi desconocido. El blanco perfecto para los críticos que suponen que fútbol peruano se porta como una exagerada beneficencia. Ese era Sampaoli. Lo más lógico fue que le buscaran sobrenombres. Apenas llegó, y por su pasado en blanco, le clavaron el clásico “parrillero argentino”. Al Aurich llegó como ‘Zurdo’, pero por su talla los hinchas de ese equipo lo llamaban, cariñosamente, ‘Zurdito’. Ya en el Boys, un diario local le dio el nombre con el que se iría del país siete años después: “El Bocón” le puso ‘Hombrecito’. Claro diminutivo para resumir lo que el medio sentía por él en ese entonces: un entrenador de baja estatura y solo hecho para equipos ‘chicos’. El medio había decretado su futuro. Lo había condenado. Pero todavía era el 2003.
Puede ser que Sampaoli ni siquiera se enterara que le decían todo eso.
Por eso, es difícil que alguien lo reconociera en el Golf con gorro y audífonos. Sampaoli dirigía al Sport Boys, el cuarto equipo en la pirámide del fervor popular en el Perú –detrás de la ‘U’, Alianza Lima y Cristal–, por lo que su presencia todavía podía pasar inadvertida.
Carlos Salas podía reconocerlo, pero no necesariamente el hincha común, más preocupado en los ampays de Waldir Saénz en la TV o en la crisis económica de la ‘U’. Así que el footing podía distraerlo de mundo.
“Es verdad. Una de las cosas que nunca deja de hacer Jorge es salir a correr un poco por la ciudad. Yo lo acompañé una vez, cuando dirigía a la Universidad de Chile. Y aun así da la sensación de que corre y está pensando en algo que tenga que ver con el fútbol”. El flashback es de Óscar Balbuena, agente local de futbolistas y uno de los mejores amigos de Sampaoli en el Perú. Balbuena es un personaje clave en el capítulo definitivo de Sampaoli en Lima. Fue él, por ejemplo, quién lo presentó con el que sería “uno de los mejores directivos” con los que trabajó en el Perú, el cineasta Francisco Lombardi. Balbuena recuerda que Sampaoli vivía en un departamento muy cerca del Golf, a pocas cuadras de la avenida Javier Prado, en San Isidro.
Y aunque nunca salió a hacer footing con él en Lima, cree firmemente que en ese walkman no había solo música.
Lima fue la ciudad que confirmó en Sampaoli lo que era el Bielsismo para él: su religión. Y Marcelo Bielsa, el gurú. En esa grabadora la música la cantaba un solista. “Tengo todas las conferencias grabadas que ha dado Marcelo. Y cada tanto las vuelvo a escuchar”, ha dicho el profe. ¿Qué podía estar escuchando Sampaoli? Los workaholics encuentran satisfacción en el trabajo, del que no pueden despegarse jamás. Es como un antojo para la mamá embarazada: algo absolutamente natural. “Corría como hipnotizado”, me dijo Carlos Salas, desde su escritorio en la redacción de El Comercio, el diario más influyente del país. Es fácil predecir que Sampaoli no solo tenía música de La Vela Puerca, Calamaro o la Bersuit –sus bandas favoritas– a todo volumen en los audífonos. ¿No es ideal acaso escuchar al maestro en la soledad de un trote?
“A Jorge lo apasionaba escuchar a Bielsa”, insiste Balbuena, el amigo peruano. Para el argentino, Bielsa era como dios: alguien que no puedes ver pero sí oír. Escucharlo era renovar su fe. El fútbol peruano todavía lo miraba con distancia pero Sampaoli aún creía en tiempos mejores.
Era el año 2003, seis meses fundamentales en el Boys del Callao. El año en el que la gente dejó de pensar que solo era un argentino loco. Cuando el fútbol fallaba, Sampaoli se iba al Golf. Cogía su walkman y listo. Ahí tenía todo lo necesario para ser feliz.
Desde entonces, el Lima Golf Club ha pasado a ser el lugar donde corría Jorge Sampaoli, el técnico que no entendimos y que clasificó al Mundial con Chile. Y como suele pasar con los héroes que nos entrega la televisión, a todos les gustaría haberlo visto alguna vez.
EL SAMPAOLI DEL BOYS
2002. El Callao. Para encontrar a Jorge Sampaoli había que preguntar dónde estaban los bomberos.
Pasada la experiencia de 8 partidos con Juan Aurich, Sampaoli se fue a su país. Sin dinero ni ahorros. Lo único que le dejó el Pérú fue el contacto con Madriotti en una libretita. Pese a dejar último en la tabla al Aurich, en Lima algo se hablaba sobre él. Ese algo eran puras burlas. “¿Va a volver al Perú? ¿Qué, acaso somos un albergue?”, se preguntaba una columna muy leída en un diario importante. Sampaoli tenía que empezar de cero. Convencer. Si Mandriotti era chalaco, y en el cuadro porteño necesitaban entrenador, ¿por qué no podía tener una oportunidad el amigo rosarino?
La tuvo. Y apenas dos meses después de su renuncia al Aurich, volvió al Perú. La vida le prendía de nuevo una velita misionera. El camino, otra vez, era demasiado oscuro. En Boys tampoco había dinero ni comodidades. Un amigo de Sampaoli de esos años, que prefiere mantener su nombre en reserva, me contó que la cifra pedida para entrenar al Boys fue 2.500 dólares. Él y sus ayudantes. Era el cuerpo técnico peor pagado del campeonato peruano cuando regresó al Perú a dirigir al primer campeón de la división profesional, el histórico cuadro rosado. Tras repartir ese monto, Sampaoli no tenía ni siquiera para pagar un cuarto con baño privado en un hotel. Hasta en eso el profe aprendió a ser peruano, expertos en el arte de la multiplicación de los billetes.
“Cuando lo conocí en el Boys me sorprendió la cantidad de cintas de VHS que llevaba en el maletín. La poca plata que tenía se la gastaba en eso”, ha recordado alguna vez Alfredo Carmona, uno de los mejores futbolistas con los que se encontró en su segunda aventura peruana, Boys. Era la segunda chance para soñar y podía ser la última. Y Sampaoli era un obsesivo.
Fueron meses difíciles esos de mediados del 2002. Con esa paga, no pudo para traer a la familia. Analía, Sabrina y Alejandro, la familia en Casilda, vivían con el sueldo que aún recibía por la licencia pedida en el Registro Civil de Molinos. Los dólares de Lima no alcanzaban. Un dirigente del Sport Boys le propuso una primera alternativa: vivir en la Compañía de Bomberos N°34 de La Punta, en el Callao, mejor conocida como La Bomba. Es un edificio de dos pisos con ventanas de madera. La primera casa de Sampaoli.
Willy Melgarejo, productor periodístico del programa El Deportivo de ATV canal 9, dice que en el primer puerto corre la historia de que Sampaoli dormía en una de las literas de la Compañía, pero que por el movimiento nocturno solía caminar hasta un parque cercano a jugar fulbito con los adolescentes de la zona. “El profe les hablaba de fútbol a los muchachos del barrio y a los mismos bomberos”, recuerda Omar Zegarra, un ex jugador en ese equipo. “Era su manera de conocer a la gente chalaca. Yo creo que le recordaba mucho a su tierra”, dice Melgarejo.
Pese a los peores problemas, en el Callao es imposible perder la alegría.
Años después, Sampaoli diría que en el Perú es hincha del Boys. Hace unos días volví al Callao, la provincia donde nací, e hice una encuesta rápida sobre Jorge Sampaoli en la calle Bolognesi, muy cerca de La Bomba. “Mi papá me ha dicho que ‘Sampa’ va a volver alguna vez”, me dijo un muchacho de 17 años. Es de la Juventud Rosada, la barra brava del Boys. Lo dice como si pidiera un milagro de Navidad. Boys ya no está en Primera y pelea por no volver a su liga de origen. Con Sampaoli hicieron su última gran campaña. Partidazos. Y que regrese algún día sería como si volviera dios.
EL SAMPAOLI DE CRISTAL
Año 2007. Jorge Soto entró furioso a la oficina donde dos de los directivos más poderosos de Cristal conversaban sobre los planes con el equipo. Casi tiró la puerta. No respiraba, bufaba. Habían pasado dos semanas de los primeros trabajos de Jorge Sampaoli en el Rímac y el jugador celeste con más goles en la historia del club (157) no aguantó el ritmo de trabajo impuesto por el ‘Hombrecito’. Hasta tres fuentes con las que conversé para escribir este perfil me dijeron que el tono con que se refería el ‘Camello’ no era el que uno usa para los elogios. Al contrario. “Yo no voy a permitir que a estas alturas de mi carrera me pidan hacer cosas que ya hice a los 20”, dicen que escucharon. Soto había llegado a ganar 30 mil dólares mensuales y era el jugador más caro del fútbol peruano. Y desde que salió subcampeón de la Libertadores en 1997, su palabra era ley.
Sampaoli había llegado a Cristal luego de su paso por Bolognesi amparado por dos directivos claves en el organigrama: Diego Rebagliati y Carlos Benavides. Obvio, también Pancho Lombardi, con notable influencia en cada decisión que toma la Corporación Backus S.A., dueña del club. Venía a cumplir un viejo proyecto conversado con el cineasta, un bielsista de la primera época que había encontrado en Jorge casi un doble. A él le entregó la misión de construir un equipo de jerarquía internacional, sostenido por la economía poderosa de la institución, acaso la mejor del país. A los más jóvenes pudo convencer de hacer hasta tres turnos de entrenamientos y concentración rígida. A los más grandes como Soto, no. Esa tarde del 2007, Soto rompió relaciones con Sampaoli, aunque el argentino todavía no lo sabía.
Cuando hubo que ser diplomático, el ‘Camello’ Soto habló: “Es un buen técnico, pero reconozco que me hacía correr”. En mayo de ese año, Sampaoli se fue de Cristal derrotado en su fuero más íntimo: no pudo convencer. Fue entonces que le escribió la famosa carta a Bielsa, en la que le pedía perdón “por no haber defendido el estilo”. Dirigió 17 partidos, ganó solo 4, empató 6 y perdió 7. “Fue un gran fracaso”, diría el entrenador después. Pero estar en un lugar donde no te quieren es, más bien, una victoria personal. Es la libertad. También una lección. En 2010, solo días después de estar instalado en la Universidad de Chile borró a Rafael Olarra, líder natural del vestuario azul. Ya le había pasado una vez. El estudioso Sampaoli ya no se iba a equivocar con el mismo problema. Los números le dieron la razón.
Cinco años después de ese episodio con el ‘Camello’, Jorge Sampaoli clasificó al Mundial de Brasil 2014 con Chile. Jorge Soto se retiró del fútbol y hoy administra una cevichería en Miraflores. Nunca fue a una Copa del Mundo.
El tiempo puso las cosas en su sitio.