Eran las 4:45 a.m. cuando decidí tomarme este autorretrato. Pocas veces lo hago, porque siempre me ha interesado fotografiar lo que me rodea y me deslumbra. Pero vivimos tiempos excepcionales, y al parecer, con esta pandemia, nadie se va a librar de tener una historia que contar.
Aquella madrugada me estaba comunicando con mi hijo Santiago, quien había viajado desde Los Ángeles hasta Florida con la esperanza de tomar un vuelo humanitario que lo trajese de vuelta a Lima. Al llegar, se dirigió a un hotel pagado y recomendado por el consulado peruano. Descansó muy poco y a las 11 p.m. salió rumbo al aeropuerto de Miami. Esperó durante más de diez horas en una cola interminable, con la esperanza de subir al avión, pero le dijeron que su retorno no era posible ese día. Tenía que regresar al día siguiente.
Cuando cortamos la comunicación, mi mente comenzó a volar imaginando todos los escenarios posibles en los que mi hijo podía haberse contagiado. Se trasladó de una ciudad a otra en avión; en pocas horas había pisado dos terminales aéreos, se movilizó en taxi dos veces, pernoctó en un hotel y, por último, tenía que regresar nuevamente al aeropuerto para intentar volver a casa.
“Toda esta zozobra la viví en medio de esta grave crisis sanitaria que ha trastocado, de golpe, mi vida y la de millones de personas en el mundo”
Llevo más de 20 días teletrabajando, mirando a través de los ojos de otros fotógrafos el drama que se está viviendo en todo el planeta a causa de la pandemia del coronavirus. Como editor de fotografía, mi labor en el Diario es revisar y seleccionar las mejores imágenes que llegan de todo el país y del mundo, para presentarlas en nuestra reunión de portada que ahora se realiza virtualmente. Veo pasar frente a mí, diariamente, centenares de dramáticas fotografías que resumen el dolor y la fatalidad de aquellos que han sido alcanzados por esta nueva enfermedad. Uno piensa que, por los años de experiencia, ya nada lo puede sorprender, hasta que la noticia te respira en la nuca.
Los titulares de aquel día no eran muy alentadores. Estados Unidos se estaba convirtiendo en el nuevo foco de la pandemia y se calculaba la muerte de más de cien mil personas en los siguientes días. Mi hijo debía salir lo más pronto posible de esa ciudad, de ese país.
Santiago volvió la siguiente noche al aeropuerto de Miami. Allí se encontró con un espectral y silencioso panorama de salas de embarque vacías. Durante varias horas estuvimos comunicándonos con él para saber en qué momento nos daba una buena noticia. Por fin, ya amaneciendo, nos mandó una foto de su tarjeta de embarque. Todos en casa pudimos respirar tranquilos.
El deseo de abrazar a tu hijo en circunstancias como estas no debe tener definición en idioma alguno. No había momento en que no pensara en tenerlo cerca y cargarlo como cuando era pequeño. La gran sorpresa fue que a su regreso lo tenían que aislar durante 14 días en un hotel de la ciudad. Mi consuelo, una vez más, fue mi cámara fotográfica: lo capté a más de cien metros de distancia, mientras me saludaba por una pequeña ventana del hotel. No podía pedir más, apenas unas horas antes lo tenía a más de 4 mil kilómetros de distancia, sin la certeza de volver a tenerlo pronto conmigo.
Desde el primer momento en que supimos que nuestro hijo estaría aislado en el hotel, nos preparamos para la contingencia. Alistamos una maleta con ropa limpia, galletas, frutas, cereales y agua. Salí temprano desde La Molina y tomé la avenida Javier Prado rumbo a la avenida Salaverry. La soledad de las calles no me auguraba nada bueno.
Parado en la puerta del hotel, estaba un señor encargado de la seguridad. Su mirada de complicidad y su leve sonrisa delataban una circunstancia conocida. Seguramente, yo no sería el único esperanzado en entregarle algo a su hijo aquella mañana.
Luego de varios intentos por verlo, por querer entregarle la mochila con su ropa y alimentos, terminé sentado en una banca frente al hotel esperando que algo cambiara ese panorama. Tuve que volver por donde vine.
Los días siguientes estuvimos comunicándonos con Santiago de la única manera que podíamos, por el celular. Estábamos pendientes de que no le faltaran sus alimentos, le recomendábamos que no le abriera la puerta a nadie y que no saliera por ningún motivo.
En cierto modo, la palabra ‘aislamiento’ se apoderó de mi familia y la comunicación por Internet se convirtió en un elemento vital para sobrevivir. En algunos días, incluso, jugábamos bingo con Roger, mi hijo mayor, quien se encuentra viviendo fuera del país. Así, de esta manera estábamos tratando de reforzar nuestra unión familiar por redes sociales. Dependíamos de tener buena señal, de cargar bien las baterías y de hablar fuerte y claro.
En la segunda semana de aislamiento, a pesar de que mi hijo parecía estar relativamente tranquilo, me comenzó a preocupar su estado mental. Tenía televisión y celular, pero igual se encontraba entre cuatro paredes. Fueron días eternos que no vamos a olvidar.
“Como periodista, entiendo el dolor de otras familias que están sufriendo mayores dificultades, pero creo que al final cada padre vive individualmente el drama de su hijo en esta o cualquier circunstancia”
El día que salió del hotel yo no pude ir a buscarlo, me quedé en casa teletrabajando. Tuvo que ir Sandra, mi esposa, pieza fundamental en este angustiante periplo de traerlo con bien a Lima. Ella movió cielo, mar y tierra para conseguir tenerlo entre nosotros.
Yo lo esperaba, con mi cámara, parado en la ventana. Cuando bajó del auto, apenas pude hacer algunos disparos porque la emoción me ganó. Al fin se terminaban esos abrazos simulados al viento, esos besos volados a la pantalla del teléfono… mi cachorro, como yo le digo de cariño, ya estaba sano y salvo entre nosotros y nos estábamos dando un abrazo de verdad, esos que ya no se pueden dar, porque están prohibidos.