Lo más desconcertante (y quizás lo que más miedo da) es el silencio. Madrid, una ciudad bulliciosa y estruendosa por naturaleza, ya no lo es.
El silencio se está adueñando poco a poco de sus calles. Los coches cada vez son menos, los transeúntes se han reducido drásticamente y muchos de quienes se aventuran a salir de su casa ya lo hacen protegidos con mascarillas y sólo para ir a comprar comida o medicinas. Los bares están prácticamente vacíos, los restaurantes no tienen apenas comensales.
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El silencio en Madrid sólo se ve interrumpido por el runrún de las radios y de las televisiones, que desde hace un par de días están constantemente encendidas en casas y bares para seguir las últimas noticias. Y por las pocas conversaciones callejeras, que versan todas sobre un único y monolítico tema: el coronavirus.
España, y en concreto Madrid, se ha convertido en uno de los grandes focos mundiales del covid-19. El país ya registraba hasta el 12 de marzo más de 3.000 infectados y 86 fallecidos. Todo eso en tan sólo ocho días, porque fue el pasado día 4 de este mismo mes cuando se registró en España la primera muerte.
Y la psicosis avanza al mismo ritmo que los contagios.
“Emergencia sanitaria”
Ahora parece muy lejano, pero el domingo pasado hizo un día espectacular en Madrid. Lucía el sol y, aunque soplaba algo de viento, las terrazas de los bares estaban llenas, las calles repletas de gente, los restaurantes a reventar... Por no hablar de la manifestación por el Día de la Mujer, a la que acudieron unas 120.000 personas y que recorrió las principales calles de la capital española.
Pero, apenas 24 horas después, todo eso había cambiado. Radicalmente.
La pesadilla comenzó el pasado lunes por la tarde, cuando la Comunidad de Madrid anunció el cierre a partir del miércoles de todos, absolutamente todos los colegios, guarderías y centros universitarios para evitar la propagación del coronavirus.
Algo que no sucedía desde hace 45 años, cuando murió Francisco Franco.
Y continuó cuando poco después el presidente del gobierno, Pedro Sánchez, ofreció una rueda de prensa en la que anunció que estábamos ante “una emergencia sanitaria” y vaticinó “semanas difíciles”, hablando de "hacer lo que haga falta” para combatir la epidemia del coronavirus y prometiendo ayudas a familias y empresas.
Esa misma noche, y al día siguiente, mucha gente ya se lanzó a comprar compulsivamente comida.
Y desde entonces, la situación se ha precipitado.
¿Igual que Italia?
Al principio, es verdad, muchos consideraban las medidas exageradas, absolutamente desorbitadas. "Esto no es Italia", repetían machaconamente.
Algunos padres, ante el cierre de los colegios, no tenían reparos en dejar a sus hijos con los abuelos, a pesar de que los ancianos constituyen uno de los principales grupos de riesgo del covid-19.
Y también era frecuente ver grupos de adolescentes deambulando festivamente por la calle, como si estuvieran de vacaciones.
Pero eso duró poco. Con el pasar de las horas, cuando se conoció que varios parlamentarios -incluida Irene Montero, ministra de Igualdad- habían dado positivo por el coronavirus, cuando se supo que un jugador del Real Madrid también tenía el covid-19, la población se fue concienciando cada vez más.
Poco a poco, se ha ido imponiendo la idea de que en España estamos fatalmente destinados a seguir los pasos de Italia, donde la gente está obligada a permanecer en sus domicilios y todas las tiendas (a excepción de las de alimentación y las farmacias) están clausuradas.
En Madrid, los museos ya están cerrados, y los teatros también. Las bodas sólo se pueden celebrar a puerta cerrada y con pocos invitados.
Las autoridades sanitarias y gubernamentales empezaron pidiendo que se cancelaran los viajes que no fueran estrictamente necesarios y ahora ya se hacen llamamientos (como el realizado por el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida) a que se evite salir de casa si no es absolutamente imprescindible.
Mamá, ¿de verdad que no puedo quedar a comer con unos amigos?
La gente trata de guardar al menos un metro de distancia. Los besos y abrazos ya no se estilan. La mayoría de los niños permanecen encerrados en casa y ya son muy pocos los que se aventuran a dejarlos con los abuelos.
En algunas zonas de Madrid ya se han empezado a precintar las zonas de columpios y juegos de los parques, para evitar que se concentren allí niños.
Los transportes públicos no sólo se desinfectan a diario sino que además han activado las puertas de sus vehículos para que se abran y se cierren automáticamente y así evitar que los usuarios tengan que tocarlas.
El Parlamento suspendió su actividad durante 15 días. Numerosas empresas han optado porque sus empleados trabajen desde casa. Los reyes cancelaron su agenda.
Desde el lunes, los juzgados de Madrid sólo funcionarán para los casos urgentes. Valencia suspendió su fiesta más tradicional: las Fallas. Los mercados callejeros, como el castizo Rastro de Madrid de los domingos, también fueron clausurados hasta nueva orden. Incluso los partidos de la Liga de Fútbol se han suspendido.
“Mamá, ¿de verdad que no puedo quedar a comer con unos amigos? Van a ir casi todos mis compañeros del colegio, unos 15 chicos, y yo ya estoy aburrido de estar aquí”, me pregunta sin cesar Manuel, mi hijo de 14 años.
Le explico una y otra vez que tenemos que seguir las recomendaciones de las autoridades sanitarias de evitar en lo posible salir de casa, que este es un virus muy contagioso, que el periodo de incubación es de unos cinco días y quizás ya tenemos el coronavirus y se lo podemos transmitir a otras personas, que los servicios de urgencias ya están casi colapsados...
Le explico que hemos cancelado el viaje de vacaciones que este fin de semana íbamos a hacer a Córdoba. Le cuento que mi amiga Marián, que el próximo fin de semana iba a casarse en Segovia, decidió suspender la boda y posponerla a octubre.
Vemos juntos la rueda de prensa (con preguntas vía telemática) de Pedro Sánchez en la que el presidente del gobierno anuncia 2.800 millones de euros para reforzar el sistema sanitario ante la epidemia del coronavirus.
Pero mi hijo se encoge de hombros, me llama paranoica y se lanza a jugar con la Play-Station. Los jóvenes, bendita inconsciencia.
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