Archivo El Comercio
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Carmen McEvoy

¿Qué ocurriría si Juan Rulfo regresara del mundo de los muertos –el Comala de “Pedro Páramo”– y decidiera darse una vuelta por nuestra América? ¿Qué opinaría sobre los 43 muertos de Ayotzinapa, del megaescándalo de Odrebrecht, de la degradación política estadounidense, de la criminal represión en Venezuela o de la toma por parte del narcotráfico de la “nueva Sinaloa” sudamericana: el puerto del Callao? No quiero imaginar la reacción de ese jalisciense ante el reciente asesinato de su compatriota Javier Valdez, un periodista valiente que se encargó de describir con lujo de detalles el mundo del narco y la descomposición social de su natal Culiacán. Valdez, un hombre imperfecto y de gran corazón para quienes lo conocieron, murió atrapado en un universo rulfiano que ahora, en pleno siglo XXI, está en manos de los caciques de la heroína y la cocaína.

Conocí a Rulfo en la clase de Ramón Eduardo Ruiz, un profesor de la Universidad de San Diego que nos introdujo al mundo vibrante pero también cruel del México revolucionario. Ruiz nos alertó sobre la relación entre la historia personal de Rulfo, quien perdió a su padre durante la guerra cristera, y su magistral obra centrada en un Jalisco dominado por las sequías, las malas cosechas, el autoritarismo, la violencia y el mariachi. Desde ese lugar, construyó un relato sesgado y oblicuo “semejante al trote del coyote”. Producto cultural de una revolución que fue muy penosa para él (su familia, desplazada por la guerra, lo perdió todo), el joven Rulfo utilizó su rica imaginación para describir una realidad que trascendía las palabras. En un ensayo brillante, Héctor Abad Faciolince observa que la historia trunca de Rulfo lo obliga a imaginar e incluso ficcionalizar su propia vida con la finalidad de enaltecer y volver a la vida al padre ausente.

Hijo del desarraigo, Rulfo lleva a sus muertos a cuestas al igual que guarda en su memoria los bosques talados, los ríos sin agua y esos pueblos fantasmas donde los viejos cuidan las tumbas de los difuntos mientras los jóvenes huyen para trabajar de braceros en Estados Unidos. “Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta”, nos recuerda uno de los personajes del conmovedor cuento “Diles que no me maten”.

Más allá del tema del desarraigo o la búsqueda de una identidad elusiva, la experiencia vital de Rulfo nos lleva por los vericuetos de una modernización y un proceso democrático deficiente e incluso fallido. Una situación que no es privilegio de México sino que se extiende a lo largo de toda la región. No hay que olvidar que el escritor mexicano, al igual que José María Arguedas, Miguel Ángel Asturias o Augusto Roa Bastos, forma parte de una generación que se acerca a la dinámica de la violencia latinoamericana por medio de la antropología, el psicoanálisis, la historia, el estructuralismo e incluso la mitología.

Este nuevo regionalismo, mucho más interiorizado de acuerdo a Luis Harss, no moraliza ni asocia la realidad a los prejuicios civilizados sino la muestra tal como es. “Aunque no tenemos ahorita una bandera por qué pelear, debemos apurarnos a amontonar dinero”, señalan los miembros la banda de los Zamora en unos de los cuentos de “El llano en llamas”. Un llano que refleja la condición humana modelada por una historia de desaciertos donde se traiciona, se engaña, se roba y se mata sin el menor remordimiento. Y en esa trayectoria perversa no solo perecen los pueblos y sus habitantes sino, lo que es más grave, sucumben la ilusión y la esperanza de los que deben partir.

“Tanta tamaña tierra para nada” es una frase de Rulfo que bien puede aplicarse a Madre de Dios, donde la minería ilegal y la trata de menores continúan ante la vista y paciencia de las autoridades, o a Curitiba, donde la corrupción institucionalizada muestra que la banda de los Zamora –de cuello y corbata– sigue robando dinero e ilusiones. Cuando deberíamos estar planeando la celebración del nacimiento de la república regresamos a Madre Mía y al escándalo de Odebrecht. Un Comala, de muerte y corrupción, creado, hay que admitirlo, por nuestras propias faltas. Porque las historias de Rulfo, aunque puedan parecer fatalistas, tratan de pueblos que agonizan para después morir por decisión propia. Confío que aún estemos a tiempo de reaccionar ante una criminalidad y falta de civismo que nos desborda. Las generaciones de peruanos jóvenes merecen vivir sus sueños y no seguir atrapados en los ciclos perversos de una historia de muerte y miseria similares a las que Rulfo trató de exorcizar a través de su imaginación.