El título de esta columna recuerda la frase de campaña empleada por la fórmula presidencial conformada por Pedro Castillo y Dina Boluarte en el 2021. En su ejercicio del poder, hemos observado insuficiente prioridad política en la agenda de reducción de la pobreza, así como severas limitaciones y retrocesos en la capacidad estatal.
La complejidad del reto que enfrentábamos como país era clara al inicio de este período de gobierno. El ritmo de reducción de pobreza prácticamente se había estancado entre los años 2016-2019, en claro contraste con la notable reducción experimentada en el período 2005-2015, en la que pasamos de tasas de pobreza monetaria cercanas al 60% a aproximadamente 20%. El choque generado por la pandemia implicó un retroceso de una década, pues la pobreza escaló al 30,1% en el 2020, casi diez puntos porcentuales de incremento en comparación con el 2019. Si bien la pobreza se redujo en el 2021 (25,9%), principalmente como efecto de la reapertura de la economía, volvió a aumentar en el 2022 (27,5%). Lo preocupante es la tendencia al alza, pues ya en el 2023 la pobreza monetaria afectaba al 29% de la población.
El Perú aún no recupera los niveles de pobreza prepandemia y presenta un nuevo patrón de pobreza. Como evidencia un reciente informe del Instituto Peruano de Economía (IPE) publicado por El Comercio, la población en condición de pobreza que reside en ciudades pasó del 57% en el 2019 al 73% en el 2023, reportándose un incremento de la pobreza en todas las regiones. En las zonas rurales se observa un agravamiento de la pobreza extrema y la profundización de bolsones de pobreza en zonas altoandinas y amazónicas.
Frente a este nuevo escenario, la política pública sigue aplicando soluciones pensadas a inicios del milenio e impera la gestión por inercia. El debilitamiento de la administración pública ha afectado la capacidad para generar nuevas soluciones, urgentes en el caso de la pobreza urbana, así como para responder a los nuevos retos en pobreza rural.
El crecimiento económico, la expansión de la inversión y del empleo son condiciones necesarias, mas no suficientes, para la reducción de la pobreza. Se requieren mejores servicios públicos (salud, educación) y programas sociales focalizados en los sectores más vulnerables. Sin embargo, la capacidad para diseñar e implementar políticas públicas efectivas ha sido sumamente debilitada durante este gobierno. Por su parte, el Congreso muestra indolencia y desconexión frente al incremento de la pobreza.
La falta de un horizonte programático es alarmante, siendo cada vez más evidente la desorganización y el debilitamiento de la gestión pública. Las recientes denuncias sobre corrupción en Qali Warma (“Punto final”), programa que brinda alimentación a más de cuatro millones de escolares a nivel nacional, evidencian el deterioro en la calidad de los servicios básicos. Por otro lado, las señales dadas por el Gobierno son contradictorias. Si la lucha contra la anemia y la desnutrición es prioritaria, ¿cómo se explica la reducción del presupuesto por ración por beneficiario de las ollas comunes a S/1,69 –disminución del 50% con relación a presupuestos anteriores–, como ha sido alertado en un reciente comunicado de la Red de Ollas Comunes de Lima Metropolitana?
Retomar la senda de reducción de la pobreza requiere liderazgo, claridad técnica y un entorno económico favorable. Es necesario prestar mayor atención a la situación de los ministerios sociales, pues, si no mejora su efectividad y capacidad de implementación, difícilmente lograremos mejoras significativas para los sectores más pobres y vulnerables. El Gabinete en su conjunto debe responder sobre las acciones que se tomarán en los próximos meses frente al incremento de la pobreza.