Editorial El Comercio

Este viernes, la Comisión Permanente del Congreso ratificó la decisión tomada dos semanas atrás por la Subcomisión de Acusaciones Constitucionales que acogió las conclusiones del informe elaborado por el parlamentario Alejandro Cavero (Avanza País). Este, como se sabe, frustra la posibilidad de que el Ministerio Público pueda acusar al expresidente , a su exjefe del Gabinete Ántero Flores-Aráoz y a su extitular del Interior Gastón Rodríguez, por los trágicos sucesos de noviembre del 2020, en los que dos jóvenes perdieron la vida y otras 78 personas resultaron heridas producto de la represión policial contra las movilizaciones ciudadanas que, precisamente, marchaban contra la asunción de Merino y compañía.

Desde este Diario, hemos cuestionado duramente el informe del legislador Cavero y a los congresistas que han optado por respaldarlo, a quienes la historia se encargará de juzgar. En democracia, los ciudadanos podemos (y debemos) criticar a nuestras autoridades cuando creamos que han tomado el camino equivocado. Lo que no se puede hacer sin desviarse del cauce democrático es sostener que una decisión –sin dudas, errada– del Congreso puede servir como justificación para pedir su cierre por vías no contempladas en la Constitución. Esto, en otras palabras, es abogar por un autogolpe a la usanza del perpetrado por Alberto Fujimori en 1992. Y eso es exactamente lo que ha hecho el.

Dos días atrás, la Comisión Política Nacional de la organización –a la que no puede llamársele partido político pues nunca consiguió inscribirse como tal– que aupó la candidatura de la excongresista Verónika Mendoza en el último proceso electoral emitió un comunicado en el que señalaba que, tras la decisión de la Comisión Permanente del Parlamento, “el único camino posible es el cierre del Congreso, el llamado a una asamblea constituyente, así como exigir el cumplimiento del programa con cambios con el que el presidente Castillo llegó al gobierno”.

Resulta difícil restarle gravedad a un pronunciamiento como este. Lo que tenemos al frente no es otra cosa que una agrupación que aspira a detentar el poder y que ha fungido como comparsa del gobierno de Pedro Castillo desde el primer día clamando por un quiebre de la democracia. Ni más ni menos.

Una solicitud que, además de tremendamente irresponsable, exuda hipocresía, pues son precisamente el Nuevo Perú y varios de sus forofos los que se la pasan tildando de ‘golpistas’ a quienes más bien abogan por salidas constitucionales a la crisis que atravesamos. Desde este Diario, por ejemplo, hemos solicitado la renuncia del presidente Castillo dada su probada incompetencia para el cargo y los indicios cada vez más comprometedores de corrupción en su círculo más cercano. El Ministerio Público ha conjeturado acerca de una organización criminal presuntamente liderada por el mandatario que podría usar el aparato estatal para controlar instituciones claves e instrumentalizarlas a fin de proteger a sus miembros. El escenario es ciertamente alarmante, pero nuestra Constitución cuenta con los mecanismos para hacerle frente.

Al Nuevo Perú, sin embargo, parece importarle muy poco respetar los linderos constitucionales. Su comunicado del viernes los retrata como un colectivo cuyo respeto por la institucionalidad solo existe en la medida en que esta le sea funcional a sus intereses y que la respuesta natural ante una decisión que no comparten de parte de un poder autónomo es patear el tablero y dar el portazo. Con esto, demuestran además que de “nuevo” solo tienen el nombre, pues arrastran las viejas taras que creíamos que nuestra clase política había dejado atrás con el cambio de siglo.

La crisis política y la pérdida de credibilidad de nuestras autoridades que se han agravado en el último tiempo deberían movernos a los peruanos a ser sumamente cuidadosos con las soluciones que planteamos. Pero, también, a mirar con detenimiento a quienes traten de subirse a la ola de descontento para contrabandear ‘salidas’ desembozadamente inconstitucionales que no constituyen otra cosa que –ese sí– un verdadero golpismo. Y así hay que decirlo.

Editorial de El Comercio