Bajo el Sol radiante de una mañana cualquiera, recuerda Maruja a su sobrino acercarse: “Llegó corriendo, me cogió del brazo y me dijo entre sollozos: ‘Mamita Maruja, hoy fui a pescar con mi papá. Cuando creíamos que habíamos pescado una trucha, ¡era una bolsa de basura, mamita! ¡Basura! Sí, una bolsa negra que contenía la tristeza de un lago agonizante”, dice la mujer.
La voz de Maruja se quiebra al evocar sus recuerdos: “Cuando era niña, siempre creí que vivía en el paraíso. Era maravilloso estar cerca del lago Titicaca; pescábamos carachis, truchas, pejerreyes, yachus, y las totoras eran verdecitas. Pero de aquel lago ya no queda nada, todo es triste... nuestra Yacu Mama muere y nadie se da cuenta. Para los niños de ahora, esto parece normal, pero para nosotros no lo es. Hoy, de aquel ensueño ya no queda nada más que bolsas de basura flotando junto a botellas, pañales y jeringas. Ahora solo pescamos basura y animales muertos,” dice Maruja.
El río Coata, que desemboca en el lago Titicaca, enfrenta una situación crítica debido a los altos niveles de contaminación ocasionados por el vertido de aguas servidas, residuos sólidos y metales pesados como arsénico y mercurio. Esto ha provocado la muerte de aves y peces, llevando a la pérdida de biodiversidad y comprometiendo la salud de sus habitantes. Juliaca, una ciudad con una población de más de 300.000 habitantes, carece de una planta de tratamiento de aguas servidas, lo que resulta en el vertido de estas aguas residuales al río Torococha, que a su vez desemboca en el río Coata.
“Estoy amenazada de muerte”, me cuenta Maruja. Han pasado casi cuatro años desde aquel suceso en el que denunció que su vida corría peligro. “¿Acaso me escucharon? No había progreso en mi caso. Muchas veces lloraba de impotencia”, me explica.
Mientras recorremos la zona, una llamada misteriosa alerta el celular de Inquilla. Era una mujer preguntando por aquella denuncia, cómo iba su caso. “¿Será que ya saben que estamos aquí? Nunca pensé que me iban a llamar después de cuatro años”, menciona con miedo Maruja.
En ese momento, ella frunce el ceño y, con voz enérgica, dice: “Me quieren meter miedo. Ser una activista que defiende un territorio puede ser una ocupación incomprendida, a veces ingrata. Hoy además, significa que te pueden matar. Cada semana son asesinados cuatro ambientalistas en el mundo.” En la furgoneta nos acompañan dos personas de su entera confianza. Uno de ellos me explica que cualquiera no entra a esta zona; todos se conocen aquí.
“Si es que defiendo mi río es por el legado que me dejó mi padre. Él quiso hacer muchas cosas por el pueblo, pero ¡me lo mataron!”. Los que lo conocen dicen que Florentino Ikilla Bustinza, de 55 años, se preocupaba por los demás. Él era un defensor del medio ambiente, iba al colegio porque trataba de superarse. Así lo recuerda de niña, cuando lo acompañaba en innumerables actividades.
“Si faltaba carretera, cementerio, colegio, él estaba ahí. Hasta el día de hoy mi madre sufre, porque su cuerpo no hemos enterrado. Lo único que nos queda de él es este monumento que lleva su nombre. ‘Los defensores ambientales estamos amenazados de muerte. Por eso no camino sola, mis amigos me acompañan”, dice Maruja.
Horas más tarde, en la parte más elevada del río más alto del mundo, a casi cuatro mil metros de altitud, las nubes parecen rozar el paisaje por donde nuestro bote avanza al ritmo de Maruja, quien con sus brazos fuertes coge los remos y avanza con gran destreza. Su rostro mantiene el temple impasible del gran lago que la vio crecer, con la mirada fija sobre un horizonte que va más allá de cualquier amenaza.
Navegando por el río, un frío de muerte enmudece el bote. Cuerpos de animales flotando, mezclados con heces humanas, se pegan al remo, como si aún cogieran un último impulso para escapar. La escena era escalofriante: un pequeño cuerpo emplumado en estado de putrefacción, la cabeza sobresaliendo.
Uno de los tripulantes coge unos guantes para sacar a las aves muertas del río. Mientras recoge el cuerpo, vemos que es un zambullidor, un ave típica de la zona.
“Aquí, los animalitos toman, beben de esta agua y no saben que están confinados a muerte,” dice Ikilla.