Elba de Padua Lima, Tim, Mifflin, Acasuzo, Navarro y Reyna, entre otros. La vida en buzo se veía solo en lo deportivo: hoy es el uniforme común. (Photo by Michel Barrault / Onze / Icon Sport )
Elba de Padua Lima, Tim, Mifflin, Acasuzo, Navarro y Reyna, entre otros. La vida en buzo se veía solo en lo deportivo: hoy es el uniforme común. (Photo by Michel Barrault / Onze / Icon Sport )
/ Michel Barrault
Jaime Bedoya

Las ropas que usamos, incluso cuando nos las quitamos, expresan un mensaje simbólico. De eso viven la moda y el deseo. En los años 70 las feministas se quitaban el sostén y lo quemaban en público como símbolo de su rechazo a la opresión hetero patriarcal, y a la opresión corporal también. Una situación análoga es la que está sucediendo con el uso ecuménico del traje típico por excelencia de esta triste pandemia, la sudadera deportiva.

Nosotros le llamamos buzo por su similitud con el traje hermético, de pies a cabeza, que utiliza el buceador submarino. Pero su nombre tautológico, sudadera, encierra su propósito original al ser inventado en 1920 por el francés Emile Camuset: poder sudar con comodidad.

En los años 80 esa función cambió. La cultura del hedonismo propio de esos tiempos acelerados y codiciosos se apropió del buzo como uniforme de batalla, cuyas victorias eran la pereza y la lasitud. Se sumaron a esta causa los video juegos y la televisión por cable como opciones procastinadoras contemporáneas. Se dio así la triple alianza entre control remoto, comida chatarra y buzo.

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Solo faltaba un detalle que consolidara la sensación de libertad absoluta: el uso del buzo en versión comando. Es decir, sin opresora ropa interior de por medio.

La denominación del término bélico para referirse a la prescindencia de prendas íntimas es tributaria, hasta donde la verosimilitud alcanza, de la guerra de Vietnam. Fue entonces que las autoridades militares teniendo en cuenta las altas temperaturas de la zona recomendaron a sus tropas evitar el uso de calzoncillo bajo el uniforme. El roce con la tela propiciaba la aparición de erupciones o dermatitis peores, ausencia suplida con el uso reglamentario del talco. Desde entonces para el civil estar comando supone gozar de incondicional amplitud anatómica y del libre balanceo de órganos.

A finales de los años 90 empezaron a aparecer las primeras señoras en buzo y con tacos, confirmando la democratización de su confortable uso sobre cualquier consideración de buen gusto. Esto en virtud que es una prenda que no juzga ni condena, sino que arrulla a su usuario dentro del ámbito de un pijama asolapado, aunque bajo la promesa falaz de una rutina deportiva. Como sabemos, esta es descaradamente simulada.

El abatimiento existencial propio de la ha encontrado un oasis de polyester en el uso del buzo. Esa combinación de holgura, garantizada por su invalorable cintura elástica, y potenciada por el modo comando, confirman una forma mullida de sobrellevar la pandemia. Además, aguzado por el erotismo contenido por la distancia social, la prenda revela sus posibilidades eróticas. Los pliegues y curvas que insinúan son poderosos estimulantes visuales en tiempos de abstinencia.

Fue en los años 90 que Jerry Seinfeld, interpretando su célebre personaje homónimo, le reprochaba a George Constanza el uso y abuso diario del buzo. Lo hizo así: “¿Sabes cuál es el mensaje que estás dando? Estás diciendo: me rindo”. Seinfeld estaba equivocado.

Es una relajada pero tajante rebelión a lo terminal, inconformidad que contestatariamente disuelve la frontera entre lo doméstico y lo público. Es un plantarle cara a la inmovilidad: Si me toca vivir el apocalipsis bajo la abulia del confinamiento, que sea según los términos colgantes y gentiles del buzo. No hay que tener vergüenza, hay que tener vida.

Esto explica la proliferación transversal del buzo en la sociedad peruana. Una ubicuidad unánime comparable solo a la del cebiche, y a la del repudio ese granuja.

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