Hace algunas semanas me llamaron para ser parte de un proyecto en camino. La idea era que generara contenido para este y, una vez listo el producto, recibiría una comisión por su venta. La rapidez con la que querían que genere el contenido –había que hacerlo ya, sin haber siquiera firmado un contrato– me incomodó y les mencioné a los encargados que no seguiría trabajando en el proyecto sin haber recibido los términos de este.
Objeté varios puntos del contrato y la otra parte aceptó mis condiciones. Seguimos en marcha hasta que, dos días antes de ejecutarlo finalmente, los encargados me llamaron para decirme que sentían que mi actitud no había sido la mejor para con el proyecto, que no me sentían parte de él y que además los patrocinadores no me querían en él por unas publicaciones que había estado haciendo en Facebook sobre temas coyunturales sobre salud.
Me cancelaron así nomás.
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Antes de esto había publicado en mi cuenta de Instagram un meme de un ilustrador peruano en el que se podía ver en un cuadro comparativo la imagen de un pantalón de buzo replicada exactamente. En una de las imágenes se leía debajo: “Buzo: 20 soles”; y en la otra: “Jogger: 200 soles”. Compartí la imagen sin ningún texto porque me parecía gracioso y real; durante la pandemia, el conocido buzo había dejado de llamarse así para ser nombrado como jogger y su precio era ahora exorbitante gracias al nuevo nombre anglosajón.
La publicación se volvió viral y tuvo cientos de compartidos y comentarios de diversos tipos: los que se reían por lo evidente de la situación y los que despotricaban contra ella indignados y exigiéndome responsabilidad por ¡¿tirarme abajo a los nuevos emprendedores?! Resulta que una conocida influencer me mandó literalmente a donde el diablo perdió el poncho y escribió un comentario en el que me culpaba de no apoyar al emprendedor. También que, aunque le encantaba todo lo que yo compartía, desde ese día dejaría de seguirme.
Como ella, muchísimas más influencers y emprendedoras de joggers a 200 soles dejaron de seguirme.
Este tipo de actitudes sucede muy a menudo a otras escalas: artistas, famosos, cantantes con millones de seguidores que por alguna publicación o comentario son cancelados masivamente.
Aquí, y durante cada fin de semana de la pandemia, algún famoso era cancelado, sobre todo las influencers de moda que una tras otra fueron siendo tendencia en Twitter. Algunas tuvieron que hacer videos de disculpas para no perder a sus ‘fieles’ seguidores. Otras tuvieron que soportar comentarios dolorosos, llenos de odio.
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No me gusta: te cancelo, te destruyo.
No hay lugar para el intercambio, no hay lugar para la tolerancia, no hay espacio para la diversidad de opinión, menos aún espacio para los errores, si lo fueran. Lo que hay es una supuesta superioridad moral y de pensamiento que no permite más de una forma de ver las cosas. Qué peligroso es eso.
En junio, la famosísima J. K. Rowling fue cancelada por un comentario considerado transfóbico y el asunto se volvió tan grotesco y desagradable, que decidió junto a otros personajes de renombre –como el filosófo Noam Chomsky– firmar una carta en contra de la cultura de la cancelación y de la dictadura de un pensamiento único.
En ella expresaba su preocupación por el intercambio libre de ideas e información, vital para una sociedad liberal, que se veía diariamente mermado y restringido por la nueva ‘fuenteovejuna’ digital.
Lo que deberíamos cancelar son las horas que pasamos en las redes sociales mirando la vida de del resto. //