El 3 de febrero de 1990, Sara de la Puente Raygada, una condiscípula de Víctor Humareda (1920-1986) en la Escuela Nacional de Bellas Artes (ENBA), contó en El Comercio que a inicios de los años 40 había conocido al pintor, muy joven él, y le quedó clara una cosa: “Era un muchacho humilde, tímido y distraído; tenía un mechón de cabello rebelde sobre su frente, y su mirada era triste y algo inexpresiva. Muy respetuoso con todos, demostraba ser también bueno y generoso. Venía de su pueblo natal y quién sabe temiendo no ser aceptado por los chicos que formábamos el grupo de alumnos de la maestra Julia Codesido”.
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Humareda había nacido en el frío de Lampa, en Puno, el 6 de marzo de 1920. En Lima estudió, en efecto, en la ENBA, a donde había llegado en 1938. Con muchas dificultades económicas, el artista tuvo que dejar la escuela, pero la retomó tres años después, en 1941. Fue allí en ese momento que la señora De la Puente, y otros jóvenes aspirantes a artistas, lo conocieron.
Él era un alumno adelantado. Desde una temprana edad fue evidente su necesidad de expresar todo su mundo interior en colores y formas. Su propia generación lo reconoció pronto como un verdadero artista. Humareda aprendió en la ENBA de los maestros indigenistas, y vivió el espíritu urbano y ciertamente bohemio, aunque no al punto de ahogarse en el caos y la inercia. Más bien, halló un camino personal, de gran dominio técnico y talento desbordante.
Víctor Humareda era un artista cabal y no solo un “inspirado creador”. Su preparación plástica la completó en una escuela de arte de Buenos Aires, Argentina; con esa experiencia regresó al Perú, a fines de los años 50, y empezó su gran proceso creativo con los arlequines y el entorno del circo como figuras emblemáticas.
Vio muchos cuadros, habló con grandes maestros, estudió técnicas y asimiló el arte como una forma de vida; todas estas experiencias lo ayudaron a encontrar su verdadero genio en él mismo; lo guiaron para que pudiera aferrarse a su propia conciencia artística. Cuando lo logró, el placer y el dolor llegaron al mismo tiempo que sus creaciones.
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En el cuarto-taller Nº 283 del Hotel Lima, en La Victoria, lugar donde viviría los últimos 30 años de su vida (desde mediados de los años 50), el maestro Humareda solía fantasear con su musa preferida: la actriz norteamericana Marilyn Monroe, a quien adoraba. “Estoy casado con Marilyn Monroe. No tenemos hijos. Vivo solo con ella en mi hotel. Nunca me habla, ni la toco. Sólo la contemplo, además es de papel”, declaró alguna vez a la prensa, que se le acercaba cada cierto tiempo como si fuera un raro espécimen.
Pero lo que él era de verdad, pocos lo sabían. Esa imagen construida por la leyenda periodística como alguien “bohemio” e “indisciplinado”, era solo la superficie que Humareda buscaba dar porque era lo que se esperaba de él. Más allá de todo ese disfraz, vivía un artista en búsqueda de la belleza, constante, perfeccionista y solitario. Un pintor que se afanaba en la consistencia de los colores y en el vuelo imaginativo de las formas.
El Quijote, Goya, Marilyn Monroe, Beethoven, las procesiones religiosas, la tauromaquia, todos esos elementos tan diversos y contrastantes invadieron su imaginario de intenso color y particular luz. Por esas características de su plástica y su propia personalidad es que la crítica lo consideró un artista plástico expresionista.
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A mediados de los años 60, el pintor viajó a París, Francia, su gran ilusión, pero la soledad y la indiferencia lo invadieron al punto de extrañar demasiado el Perú. A los pocos años regresó. Su palabra directa ha sido recogida en diferentes reportajes o documentales, donde siempre deslumbraba por su lucidez y sinceridad.
Aquí unos ejemplos:
La pintura como una forma de vida: “Creo que la pintura no da tiempo para vivir una vida de hogar (…). Me gusta mucho lo que pinto. Soy así, y ese hotel me da todas las facilidades para poder pintar, con toda la tranquilidad posible. No puedo vivir de otra forma. Estoy contento con vivir así; además, si viviera de otra forma ya no sería don Víctor Humareda”.
Sobre sus gustos estéticos: “Amo mucho la vida, me gusta la música clásica, el teatro, particularmente autores del pasado, Moliere, Shakespeare; en ballet, El lago de los cisnes, de Tchaikovsky, y en pintura Tiziano, Goya, Lautrec, Rembrandt”.
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Y en un momento de dolorosa franqueza: “Para mí es necesario el sufrimiento, porque así la pintura es más profunda, me vuelvo un filósofo (…). Sí, sufrimos mucho, yo particularmente, pero también gozo”.
En medio de apuros económicos, Humareda se enfermó de un cáncer a la laringe que lo martirizó en ese primer quinquenio de los años 80, los últimos de su vida. Por esos tiempos, no era extraño verlo pintar con una mascarilla cubriéndole la boca. Se resistía a ser hospitalizado en el Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN) donde se trataba; en ese trance, pintó al médico y a él mismo como un torturador y un torturado, respectivamente.
Lo operaron, pese a todo, en junio de 1983, luego vino una dura convalecencia, y fue perdiendo la voz y su propia imagen cambió; pero la pintura, el ejercicio de pintar nunca dejó de ser su pasión, su oxígeno diario.
Herman Schwarz, el fotógrafo y amigo que lo retrató y publicó un libro con esas imágenes de gran agudeza y expresión, declaró sobre él: “En 1982, descubrí que Humareda dejaba ver sólo una parte de su ser a los periodistas. Sólo la parte que él supo les interesaba, la que hacía revivir a Lautrec, a Vincent van Gogh o a Gauguin. Se hicieron crónicas sobre un personaje marginal y contradictorio, más allá de su tierna verdad: la búsqueda de la belleza a través de la pintura”.
En la madrugada del 21 de noviembre de 1986, hace 35 años ya de eso, Víctor Humareda fue conducido de emergencia al INEN, en Santiago de Surco, luego de que se agravara su estado de salud. Ese mismo día murió, a los 66 años de edad.
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