Dar es dar
El amor nos puede volver locos. Lo que nadie nos advierte es en cuál de los tres chiflados nos podemos convertir y qué somos capaces de hacer en un ataque de insanidad emocional. La locura es el coctel molotov de endorfinas y emociones que nos hacen hacer perder un poco la razón y pensar solo en uno mismo. Sin embargo, en lugar de preguntarme si soy Larry, Curley o Moe, creo que sería más apropiado cuestionar el elemento más importante que define una relación: ¿cuánto de mí estoy dispuesta a darte, Johnny?Dar suena fácil. Muchas veces, es lo más tranca. Una relación es finalmente un intercambio. A veces la balanza se va para uno de los dos lados, otras, hacia el otro. Creo que es por esto que muchos y muchas sufren de relaciones tóxico-dependientes, desiguales, egoístas, que los dejan exhaustos, frustrados y con un gran signo de interrogación en la cara. No hay día que pase que no escuche una historia diferente del dar o el no-dar. Todos nos quejamos y lamentamos de lo que tenemos, es decir, de lo que damos en comparación a lo que recibimos, o de los reclamos de lo que no entregamos y que nuestra pareja no recibe, que van desde “Vanessita odia salir con mis amigos, por eso casi no los veo”, hasta “Víctor se fue y hasta se llevó a Bolt” (el perro chusco que habían adoptado en sus buenas épocas).
A mí, como buena hija de una educación machista, conservadora y católica, me enseñaron desde chiquita que las mujeres, por nuestra condición de mujeres (solo por eso), somos seres preconcebidos para dar. Por eso: uno) lo sabemos hacer y, dos) estamos acostumbradas a hacerlo.
Ojo con el gran “pero”: la vida pasa y todo ese aprendizaje absurdo de “al hombre hay que entregarle desde nuestra virginidad hasta la última lamida de nuestro helado favorito”, ha quedado enterrado en el fondo de nuestras memorias. Ahora, al menos yo, exijo, como si estuviera en un negocio de a dos, mi 50%. Por más que por épocas uno tenga que ceder y dar algo más, digamos un 10% o 20% máximo, lo justo es ir a medias en una relación. Así de simple; y si no me lo quieres dar: “nos vemos en otra vida, egoísta de mierda”.
La tercera semana que salí con Johnny íbamos al cumpleaños de uno de sus amigos en un bar. Johnny no sabe esto, pero volé a comprarme un vestido nuevo que, hablando de cifras, costaba 40% menos gracias a las ofertas del cambio de estación. Conocer a los amigos siempre representa un pequeño ataque de pánico. Johnny fue a recogerme y supe que el vestido había valido lo que costó. Creyéndome la Cenicienta con zapatos de cristal taco 12, salí con él a mi lado, cuando de pronto sentí sus dedos buscando los míos que huyeron a la velocidad de los guepardos en la jungla. Nunca nos habíamos tomado de la mano.
Entonces me di cuenta que había permanecido reacia a cualquier cosa parecida a ir de la mano con alguien en esta vida. Siempre me hacía la loca y les decía a mis no-novios que no me gustaba que me cogieran de la mano. Quizás porque no quería comprometerme con alguien que jamás lo haría conmigo, o no quería mostrar ninguna señal de compromiso con alguien con el que yo no quería comprometerme, punto.
Como en la semana tres los dos andábamos aún torpes y chupados el uno con el otro, pensé que no se iba a dar cuenta. No fue así. Y fue algo inesperado para mí, como todo lo que me anda ocurriendo últimamente en mi vida. Cuando sentí su mano acercarse a la mía otra vez, dejé que la cogiera y no sólo eso, la llevé hasta mi boca y la besé. Un detalle ínfimo para muchos, un gran paso para mí.
Desde ese día Johnny y yo vamos de la mano a todos lados. Nos hemos convertido en una especie de melcocha privada y pública y la verdad es que no nos importa nada. Así llevamos nuestro propio mundo de aquí para allá.
Adiós al drama. ¿A quién le gusta el drama? Bueno, a los reyes y reinas del drama. Yo soy, lo confieso, una aspirante –muy aplicada- a dejar de serlo. Además de ser mi género cinematográfico favorito, el auto-drama siempre ha sido un factor presente en mis relaciones verdaderas.
Creo que en realidad este síndrome es producto de mi formación como lectora precoz de novelas de Jane Austen, Virgina Woolf, los cuentos de Oscar Wilde y los hermanos Grimm, las películas de Disney, una sobre exposición a dibujos animados de los atormentados Candy (¿notaron como Candy lo da todo y es feliz quedándose sin amor?) y Marco, entre otros estímulos que hicieron que mi sensibilidad se inclinara hacia el lado de esas heroínas atormentadas que lo hacen todo por amor. Sufren, pero aman. Uno no va sin lo otro. ¡Fuera!
¿A quién le gusta sufrir? Que levante la mano el que disfruta sufriendo. Mis manos están acá, en el teclado. Y aunque es imposible pensar en una relación de pura felicidad, porque claro que hay malos ratos y muy malos momentos, ese no es el objetivo. En todo caso, estoy poniendo en marcha mi nueva ideología. Cuando le hablo a Johnny en mi tonito de actriz de novela mexicana de 1956, se ríe y me dice:
-Serías una guionista genial de telenovelas.
Entonces me río de mi propia ridiculez y seguimos con nuestra vida, evitando los dramas sin sentido como baches en una carretera. Los dos somos personas extremadamente sensibles, por eso estamos aprendiendo a vivir sin herirnos; son precisamente esas heridas las que a la larga destruyen las relaciones.
Aquí viene algo importante que define las relaciones: la confianza. Es inevitable que con el tiempo conozcamos el talón de Aquiles de nuestras parejas. Para dejar salir a ese lado se necesita confianza en el otro. Para mí confiar en alguien es quizás lo más difícil de todo, la gran tarea que me queda por aprender. Pero he conocido a un chico bueno que siente lo mismo que yo por él y los dos tenemos ganas de que esto que tenemos continúe. Yo quiero que esto tan tierno y distinto que tenemos funcione. Por eso, voy de a pocos con Mister Cash. Y le he pedido que tenga paciencia, que a mí me tomará más tiempo que a él –nuestros talones de Aquiles no son iguales-, confiar.
Sin embargo, no hay nada que evite que nuestra caja de Pandora personal se abra y salte el monstruo que no habla sino vomita ráfagas de fuego.
Hace unos días metí la pata. En lugar de decirle a Johnny que no me gustaba algo que hizo, me lo tragué. Lo metí tan hondo en mi garganta que salió de la peor manera y en el peor momento. Mi dragón malo salió directo a arrancarle la cabeza a mi chico. Cuando me di cuenta de que yo lo había herido a él, ya era tarde.
Entonces ahí recién tuve miedo. Miedo de perderlo. De no haber hecho lo que predico. De haberla cagado de manera irremediable. Después de unos días miserables sin saber de Johnny, él me llamó y conversamos cara a cara. No hubo gritos, ni reproches. Sí arrepentimiento y perdón. Cuando nos abrazamos al fin, Johnny me dijo:
-Yo sólo quiero ser feliz contigo.
-Yo también –contesté.
Pero tenía más que decir. Y lo hice: ¿Qué pasa, Johnny, si esto no funciona?, ¿si solo es producto de tu entusiasmo o de un capricho mío?, ¿qué pasa si todo va mal?, ¿qué hay si terminamos odiándonos?, ¿qué pasa si nos enamoramos y después todo se va a la mierda?, ¿qué pasa si esto no es de verdad?, ¿qué pasa si no es amor?
-No sé, “feels right”.
-¿Qué? –dije yo con un nudo en la garganta y un poco avergonzada de haber soltado toda mi inseguridad.
-No sé como explicarlo pero “feels right” (traducción: yo siento que esto es algo bueno, o algo así), desde el comienzo.
-¿En serio, Johnny?
-Sí.
-¿Quieres salir a caminar un rato?
-Sí.
Johnny y yo nos tomamos de la mano en silencio. Mi mente me decía: “tienes que confiar”. Mi corazón aún no está del todo de acuerdo. Mi chico me sonreía otra vez. Me dio seguridad. Yo le di confianza.
No tengo idea sobre qué pasará en el futuro. Supongo que ya lo iremos averiguando. Sin embargo lo que Johnny dijo tiene mucho sentido, por lo menos dentro de mí: definitivamente, esto se siente bien.
Un regalo para Johnny, ¿adivinen qué es?
Un regalo de Johnny para mí. Me gusta más cuando él me la canta.